Hace, digamos, cincuenta o sesenta años, las familias que tenían una ochena (así llamábamos en mi pueblo a la décima parte de una peseta, seis centésimas de euro) disponible de su presupuesto tenían apadrinado a un indigente que acudía a casa una o dos veces por semana para recoger la limosna en efectivo o en especie, y, por decirlo así, era un miembro intermitente pero fijo de la familia. El pobre, generalmente un vestigio de la guerra civil y de la incivil post guerra, solía estar asilado en un establecimiento de las hermanas de la caridad u otra institución parroquial, que fomentaba esta dependencia del vecindario, a la vez que le daba techo y comida. Estos mendigos institucionalizados desaparecieron de las calles en los años ochenta del pasado siglo, en parte por extinción biológica y en parte porque los que aún permanecían en situación de indigencia habían sido acogidos por el sistema público de servicios sociales. Los españoles nos acostumbramos a que de estos indigentes se ocupara el estado porque para eso pagábamos impuestos, y se volvieron invisibles. La crisis ha revertido la situación y los mendigos han vuelto a las calles, con un matiz significativo: la mayoría son extranjeros por lo que nuestra relación con ellos no solo está teñida de extrañeza sino por un sentimiento más común y por eso más siniestro: la xenofobia. Mendigos de todas las edades, lenguas y razas montan guardia en las esquinas y el peatón no sabe a quién ayudar, ni si debe hacerlo, ni en qué medida. La rutinaria solidaridad de antaño se ha tornado en desconfianza, cuando no temor o rechazo. O algo peor. Nada menos que la plaza Mayor de Madrid, el mismo escenario que la ex alcaldesa Botella promocionó con su abrupto inglés como el principal atractivo de la ciudad, ha sido escenario de la deriva que pueden adoptar los acontecimientos. Unas decenas de hinchas del equipo holandés PSV Eindhoven se burlaron y humillaron a media docena de mujeres gitanas, romanís o sintis, a las que arrojaron monedas, quemaron billetes de banco antes sus ojos y las impelieron a contonearse y hacer flexiones, a la vez que las conminaban a no cruzar la frontera, como si no fueran ciudadanas europeas, a lo que las mendigas respondían con extraño servilismo, como si fuera un juego, a cambio de las monedas que tenían que recoger del suelo, y entrambos grupos coreografiaron un espectáculo escalofriante. Hace setenta y cinco años, las abuelas de estas mujeres insultadas en la plaza Mayor fueron llevadas a las cámaras de gas por los abuelos de los hooligans que las humillaban, esa chusma rubia, desempleada y armada con jarras de cerveza, que el club de fútbol subvenciona para jalear el gigantesco negocio de un puñado de deportistas y oligarcas obscenamente afortunados. Este pornográfico espectáculo nazi que convirtió la plaza Mayor madrileña en la Alexanderplatz berlinesa de los años treinta fue juzgado por nuestras autoridades con proverbial estupor. Todos los prebostes, incluido nuestro aciago ministro de la policía, que intervino tarde, poco y mal, se mostraron asqueados, abochornados, etcétera, como si no fueran capaces de discernir lo que el suceso indica sobre el estado político y moral de Europa. Solo un ciudadano, un hombre que no era joven entre centenares de espectadores pasivos, se enfrentó a la tropa de hinchas recriminándoles su actitud (en los vídeos puede oírse el característico: no te metas). Honor a los héroes.
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