Es la primera vez en muchos años que me he sentido interesado por un debate de investidura, y que me he sentido concernido y en ocasiones divertido por lo que se decía en la tribuna. La razón es que se hacía público un debate político real del que, como el monstruo del lago Ness, hay indicios pero no que se había visto nunca. Pues hoy parecía que hubieran vaciado el embalse de casi cuarenta años de régimen y ahí estaba, en efecto, aunque era difícil saber qué cosa anidaba en el fango. Pero, bueno, por lo menos hemos sabido que hay algo. Por primera vez, que yo recuerde, ha habido un debate vivaz, con pujos de autenticidad, que no solo implicaba argumentos ad hoc sobre el asunto que reunía a los diputados, pues es sabido que la investidura de este gobierno social-centrista es imposible, sino también sentimientos, gestos e intenciones, y en el que los oradores jugaban con todas sus cartas, es decir, no solo con los votos que tienen detrás, sino con sus planes, su talante y sus maneras. En gran medida ha sido menos un debate parlamentario que televisivo, en el que los oradores han tenido más en cuenta a la audiencia que a los figurantes del hemiciclo. Antes, la televisión grababa al parlamento; ahora el parlamento es la televisión, y hay que reconocer que en esta confusión de significantes y significados hay actores más duchos que otros. Rajoy ha comparecido como para protagonizar una serie histórica de las que produce televisión española y en la que los espectadores han de estar familiarizados con el pacto de los toros de Guisando si quieren seguir la trama. Sánchez comparece como un Felipe González redivivo para lo que le faltan aptitudes y le traiciona la época (lo que explica la momentánea eficacia de la maldad de Iglesias sobre las manos manchadas de cal viva). Pero lo más curioso es que los emergentes han venido con su propia versión de lo que fue la Transición debajo del brazo, quizás con el propósito de apropiarse de la herencia de los viejos y utilizarla para sus fines. Para Rivera, la Transición fue un aplaciente pasteleo de pactos que alumbraron la mejor época que ha conocido el país; para Iglesias, una torva sucesión de desmanes y contubernios que dejaron en el camino los mejor de las esperanzas y potencialidades de la sociedad. Para los que sabemos de qué hablaban (la Transición fue nuestros toros de Guisando), tendrán que afinar más el diagnóstico, y para los que por edad no lo saben, tendrán que pensar más en el futuro y en la didáctica. Bien mirado, también en la interpretación del pasado hay una base para la discusión y, si se puede, para el acuerdo. Lo mejor es que hemos asistido al primer debate parlamentario de una nueva época.