Es el artefacto más arcaico del tinglado institucional, creado para pastorear la provincia convertida en distrito electoral. La diputación es una matriarca ocupada en caminos rurales, escuelas primarias, centros asistenciales básicos, guardabosques, políticas municipales y actos recreativos del folclore local: los servicios mínimos para que los vecinos esparcidos por el territorio en diminutos y decadentes núcleos rurales tengan conciencia de pertenencia a una entidad superior y voten en consecuencia. Las diputaciones provinciales fueron instituidas a principios de siglo XIX, en el momento en que la burguesía rampante tomaba el poder, con el fin de implantar sobre el terreno el nuevo régimen liberal de la propiedad y del mercado (“promover la prosperidad”, en los términos originales) y facilitar el control de la población (“el gobierno económico-político de la provincia»). La regulación de cómo había de llegarse a estos objetivos fue retrasada en diversas ocasiones y finalmente quedó como un dictum del gobierno central que dejaba la máquina en manos de las oligarquías provinciales, como una escala hacia Madrid. A estas alturas de la historia, si las diputaciones han pervivido como un provechoso fósil del pasado no es por su funcionalidad ni menos por su representatividad, sino porque su sistema sanguíneo está constituido como una vigorosa red clientelar para la captación de votos en el mundo rural y de empleo público para un ejército de paniaguados afectos. No es extraño que estos armatostes hayan recuperado la visibilidad arrastrados por las andanzas de campeones de la corrupción como Fabra, Baltar o Rus, algunos de los cuales pertenecen a conspicuas sagas de caciques provinciales que se remontan a décadas atrás y que esperaban prolongar en su agradecida descendencia. Pérez Rubalcaba, que es un político perspicaz y un progresista cabal, ya propuso la extinción de las diputaciones para aliviar el gasto público, y encontró el rechazo del pepé por razones que hemos sabido después en los tribunales. Ahora resulta más sintomático que extraño que sean los boyardos enemigos de Sánchez en el pesoe los que le ataquen con el pretexto de que ha pactado con Rivera la supresión de estas anquilosadas instituciones. La oposición viene de Andalucía y Extremadura, donde al partido socialista le es imputable sin duda el calificativo de casta después de casi cuarenta años de gobierno ininterrumpido. Entre las bazas que están en juego en este complicado momento, la renovación del pesoe no es la menor ni la menos importante. Ya veremos qué dice la militancia, la cual debe decidir, no tanto sobre el pacto de gobierno, que parece en todo caso inviable, cuanto sobre la continuidad de Sánchez al frente del partido.