La propuesta de gobierno de Podemos ha obligado a leerla a mucha gente que no frecuenta estos tochos programáticos, ni ganas. Los peatones de la historia ya hemos aprendido que, en política, la teoría y la práctica discurren por carriles distintos y para manejarse entre el tráfico es más útil mirar a derecha e izquierda para evitar que te arrolle un camión de seis ejes que leerse el código de circulación. Así que la lectura del documento no es tanto para desentrañar sus contenidos como para comprobar su dureza como arma arrojadiza. El modo como lo presentó la dirigencia podemita ya presagia que era el servicio de un partido de tenis; ahora, esperamos el resto del pesoe. Ambos equipos no son complementarios sino competidores en ese objetivo gramsciano que es la hegemonía de la izquierda, una cuestión que no han resuelto las urnas, para frustración de unos y de otros. Así que, como dijo Artur Mas en ocasión análoga, hay que conseguir en la negociación lo que no nos han dado las urnas. Los podemitas intuyen que el pesoe quiere, ningunearlos, primero, y liquidarlos, después (ya ocurrió con el pecé en otras circunstancias), y los socialistas temen que lo que buscan sus malqueridos socios es partirles el espinazo. Ambos tienen buenas razones históricas para alimentar sus prejuicios pues somos hijos de la historia y esta pugna no parece sino la enésima edición de la que sostuvieron durante todo el siglo XX comunistas y socialdemócratas, con los resultados sabidos. En realidad no es así. Si se lee el apartado económico del documento podemita, que es el que afecta a la población, puede observarse que describe un programa típicamente socialdemócrata, basado en un aumento del gasto público y una política fiscal progresiva redistribuidora de las rentas. La mala noticia es que, si bien el comunismo se extinguió hace veinte años y no hay manera de resucitarlo, la socialdemocracia ha muerto en esta crisis, tan silenciosa y discretamente que sus militantes y simpatizantes no lo saben o fingen no saberlo. En España, el óbito se produjo cuando ZP aceptó modificar la Constitución con nocturnidad por presión de los mercados. ¿Es reversible este gesto? El pasado domingo, el periodista Jordi Évole reunió en su programa de televisión a un ramillete de ex ministros del pesoe y del pepé que representaban nítidamente lo que hemos venido a conocer como la casta, y en el coloquio salieron dos temas de rabiosa actualidad que caracterizan la gobernanza de estos años: a) la corrupción, que oficialmente está identificada por los poderes públicos desde 1991 (en mi pueblo, unos años antes, con las andanzas de Roldán y Urralburu) y b) el poder de los oligopolios y del capital financiero del que al menos dos ex ministros, beneficiarios de las puertas giratorias, se hicieron portavoces en el debate. Los tertulianos más a la izquierda (socialdemócratas) oponían tibias objeciones a sus contertulios de derecha (neoliberales), que no hablaban en nombre propio sino de un poder que, por ahora, es incontestable. El documento podemita no es una objeción ni una enmienda sino una falange macedónica en formación de tortuga. La cuestión es, si la gente, ese concepto difuso, conseguirá revertir el río de lava solidificada que ha fluido estos años y del que estamos hasta el cuello. Se admiten apuestas.
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