El palabro que da título a este comentario es un neologismo que acabo de inventarme formado por el procedimiento de copia/pega de dos palabras, latina una y griega la otra –verme, lombriz, y glossa, lengua- para designar la enfermedad del habla que lleva combatiendo mi sabio paisano, el profesor Aurelio Arteta, desde hace más de veinte años: la propensión de los hablantes a formar por extensión polisílabos (que él llama, con contenido humor, archisílabos) a partir de los sustantivos originales, más concisos y precisos, verbigracia: variabilidad por variación; funcionalidad por función, literalidad por letra, etcétera, por citar solo algunos ejemplos de su último artículo sobre la materia. Me imagino al profesor Arteta inclinado bajo la lámpara de su estudio, como un Darwin de la lengua, coleccionando lombrices verbales, y enfrascado en identificar las mutaciones morfológicas provocadas por sufijos y derivaciones. Lo que distingue a Darwin de Arteta es que el primero encontraba una función a estas mutaciones y el segundo ve mera degeneración o libertinaje. En los alborotados pinzones en los que Darwin observaba una lógica de la conservación de la vida, Arteta asiste al despendole de El jardín de las delicias de El Bosco. Creo que eso se debe a que Arteta, al contrario que Darwin, no tiene en cuenta el ecosistema del habla, el cual no solo comprende la literalidad (o letra, que aquí ya refieren cosas distintas) de la palabra, sino también su referente, su contexto, su campo semántico, y por ende la circunstancia del hablante. Es cierto que la hinchazón de las palabras obedece a menudo a un gusto por la pompa y el vacío, es decir, por la insignificancia, pero no siempre es así. Soy un admirado lector del profesor pero en dos ocasiones en que intenté seguir sus enseñanzas de contención silábica cometí sendos errores: la gripe aviar es aviaria, es decir, producida en las aves pero extensible a otras especies, según me hizo ver un epidemiólogo especialista, y las ondas gravitacionales no son gravitatorias porque no es que graviten sino que hacer gravitar la materia del universo. Desde entonces, ante una expresión inusual, ofrezco cautelosamente varias alternativas a mi interlocutor. El profesor Arteta es un moralista confeso y, para él, la buena dicción es la base de la moral pública. «El ciudadano es antes que nada un hablante y, por alejados que parezcan, la calidad del uno dice mucho también de la calidad del otro», escribe. En consecuencia, emprende el saneamiento del habla como Rajoy sanea el gasto público y Robespierre saneó la república, por amputación. La austeridad es una virtud pero los recortes a troche y moche son una desgracia. Lo que nos lleva a interrogarnos si es posible juzgar la política y el lenguaje desde la moral o si esta es un revestimiento de la acción. Hace cinco años, el profesor Arteta escribió un artículo en defensa de la decisión del gobierno francés de negar un homenaje nacional al escritor Louis-Ferdinand Céline a causa de sus «inmundos escritos antisemitas». A su juicio, entonces, “esa exclusión está plenamente justificada y contiene alguna lección implícita que convendría sacar a la luz. Nos enseña las diferencias inocultables de valor entre los diversos valores y, a fin de cuentas, la primacía del valor moral sobre todos los demás”. Me pregunto si esta decisión del gobierno francés sería aplicable –por homologación, digamos, o por homología– a la retirada del nombre de Salvador Dalí de la plaza que tiene dedicada en Madrid a causa de su ostentosa connivencia con el dictador Franco. Dalí, además, hablaba mal en tres idiomas con toda deliberación. Como se ve, el debate iría para largo; menos mal que tenemos palabras en abundancia, monosílabos y polisílabos, para llevarlo a cabo.