Hay dos maneras de interpretar la esperada dimisión de Esperanza, como un ejemplo que señala el camino que habría de tomar el presidente del partido y del gobierno o como una triquiñuela táctica para refugiarse en la penumbra de los soportales hasta que escampe cuando caen chuzos de punta en la plaza. La primera interpretación es la que hace el periódico de referencia y sus comentaristas, deseosos de allanar el camino hacia un pacto pesoe-pepé que exorcice de una vez la ominosa sombra de los podemitas. Pero es más que factible la segunda interpretación, que, bien mirado, no es incompatible con la primera. Veamos una hipotética secuencia de los hechos: Rajoy sigue el ejemplo de Aguirre y dimite, y entonces esta sale de la penumbra para hacerse cargo del partido cuando se articule el relevo. En ese momento habría un gobierno socialista apoyado por la abstención de los populares, pero Esperanza tendría la esperanza de dirigir el partido en un largo segundo ciclo, presuntamente liberado de la corrupción, de la que ella, por supuesto, no se siente responsable, y frente a un aritméticamente débil gobierno socialista. La iniciativa de Aguirre se estudia en las escuelas de negocios y consiste en convertir un peligro, en este caso la proliferante corrupción, en una oportunidad. El impasible Rajoy ha debido entender el mensaje en toda su complejidad porque ha contestado al gesto de la dirigente madrileña con un lacónico y elusivo “te entiendo”. Con la majeza y desenvoltura madriles que la caracteriza, Esperanza  recordó ayer, sin abandonar su sonrisa gatuna, que era probritánica para enmarcar su gesto de dimisión en una tradición democrática más añeja y probada que la que gobierna el hormiguero de su comunidad y de su partido, olvidando que en el Reino Unido los políticos dimisionarios desaparecen del ámbito público para siempre, incluida la gigantesca y admirada, por Esperanza, Margaret Thatcher. Ella, en cambio, que ya dimitió hace unos pocos años, no se ha ido nunca. Cuando se ha visto obligada a explicar por qué, ha dado una típica respuesta caudillista: porque le duele España, a la que ve continuamente en peligro si ella no está al quite. Esperanza reúne, bajo su presunto toque british, que no engaña a nadie, los rancios rasgos de la clase hegemónica española, esa mezcla de aristocratismo populista y de caudillismo providencialista, que le permiten mantener con sus seguidores y detractores la relación de una vedette folclórica con su público. Este la adora o la detesta como a un torero o a una cantante de coplas, y no como a una política electa, y ella cree que el público es necesario para continuar al frente del espectáculo, no importa si alguna vez toca recibir algunos, pocos, pitos.