Los callejeros de las ciudades son cementerios de la memoria, que nada dicen a quienes las habitan ni a sus visitantes. De las calles nos atraen, la perspectiva urbana, la calidad de los edificios, la pujanza del comercio, la animación de sus gentes, pero no sus nombres, tanto menos si están dedicados a un personaje. ¿Quiénes fueron Francisco Bergamín, Paulino Caballero, el Conde Oliveto o Emilio Arrieta, por citar los nombres de calles de mi ciudad que recorro a diario?, ¿cuales fueron sus méritos para que formen parte de nuestra vida cotidiana? Si quiero saberlo, he de consultar la Wikipedia donde ocupan el mismo lugar indiferenciado que el pájaro dodo o la biblioteca de Asurbanipal. La dedicación de una calle es un espejismo de la inmortalidad que el tiempo disipa pronto. El franquismo fue, no solo una dictadura erigida después de un golpe de estado, una guerra civil y la consiguiente liquidación sistemática de sus adversarios, sino un dilatado régimen político, aceptado y apoyado por la comunidad internacional, en el que vivimos tres generaciones de españoles. Cuando se produjo la sublevación de los militares, quizás la mitad de la población la apoyaba por activa o por pasiva y, cuando falleció el dictador, cuarenta años más tarde, todos éramos franquistas, de grado o por la fuerza. La debilidad de la oposición democrática a la hora del cambio de régimen era tal que el encargo de la transición incluyó la amnistía de la dictadura y la conservación de su legado cultural para el que no había alternativa. La perspectiva histórica nos hace más antifranquistas de lo que pudimos ser cuando el franquismo estaba vivo, y nada de lo que hagamos borrará este hecho. La generación más joven haría mal en gastar energías que necesita para construir el futuro luchando contra los fantasmas del pasado. Algo de eso ha ocurrido en el confuso episodio del callejero franquista de Madrid, donde, una vez más, las iniciativas de la bisoña corporación de izquierdas han sido amplificadas por sus proliferantes adversarios para convertirlas en un error político y en un ariete contra el gobierno municipal. El informe de la cátedra para la Memoria Histórica es, hasta donde se ha conocido, impecable, pero es políticamente inoperante, y una pésima gestión comunicativa por parte de los responsables del trabajo lo ha convertido en un arma contra sus propios promotores. Los escritores y artistas reseñados en este informe serán recordados, u olvidados, algunos ya lo están, por su obra y no por sus querencias políticas que probablemente hubieran sido otras si la historia hubiera soplado en otra dirección. Dejémoslos, pues, estampados en la placa de la esquina de la calle y sigamos los versos del poeta vasco Gabriel Celaya -este sí, un antifranquista fuera de toda sospecha, que tiene calles dedicadas en varias ciudades, no sé si por su calidad poética-, escritos en los años en que los muertos estaban más vivos que ahora: “No vivimos del pasado, / ni damos cuerda al recuerdo/ Somos, turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos/ ¡Allá los muertos! Que entierren como Dios manda a sus muertos/”.
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