Los que hemos vivido ahorcados por una corbata y tenemos cierta edad podemos recordar que los primeros políticos que comparecieron sin esta prenda disfuncional y despechugados en actos públicos fueron los israelíes, y suponíamos que era por dos razones concomitantes: por el calor del desierto y por la campechanía de quien ha dejado el arado y el kalashnikov en el kibbutz para acudir al consejo de ministros. Simon Peres, Ariel Sharon, Yitzhak Shamir, que ejercieron el terrorismo cuando lo creyeron necesario, gustaban de exhibir pelo en pecho. El sincorbatismo israelí respondía a una mística juvenil y guerrera que ya está periclitada. Ahora, las imágenes del taimado Netanyahu lo traen enfundado en un traje de buen corte y anudado por una corbata diplomática. La ausencia de la corbata, esa forma simbólica de desnudez, quiere ser un síntoma de inocencia, de cercanía con las fuerzas primigenias de la vida, del pueblo, del destino, antes de que la etiqueta, la retórica y el protocolo, mecanismos de una civilización opresiva, nos apartasen de la felicidad que está al alcance de la mano. Es una manera de ver las cosas. Otra es aceptar que la corbata nos iguala en ciertas circunstancias en que somos tratados como iguales, y que esta malquerida prenda, la primera de la que nos desprendemos en la intimidad, denota lo que tenemos en común con nuestros circunstanciales adversarios. No es solo un gesto de sumisión hacia el otro, sino de respeto por uno mismo y de aceptación de las reglas del juego. El término inglés casual, aplicado a la indumentaria, se traduce libremente por vestir de trapillo pero también puede interpretarse en su estricta homonimia como falto de raíces y de sentido, intercambiable, indiferenciado. Pero nadie que acepta una audiencia con el rey cree de sí mismo que es un cualquiera que pasaba  por ahí. Pablo Iglesias acude como un adán, que dirían nuestras abuelas, ataviado como si fuera a jugar una partida de futbolín en el bareto de su barrio, pero querer ganar al futbolín no es lo mismo que querer ser vicepresidente del gobierno. También el rey se quitará la corbata, imaginamos, cuando juegue al futbolín. Estamos, pues, ante un baile de disfraces, que no es lo mismo que una pugna entre los auténtico y lo falso o entre lo nuevo y lo caduco. El desaliño indumentario es tanto más chirriante cuanto que, a la primera oportunidad, el mismo personaje se calza un rutilante traje de etiqueta con pajarita y todo para acudir a una gala del cine. Diríase que Pablo prefiere el disfraz de estrella de cine al de candidato al poder. La política como juego de roles. El riesgo es que los espectadores confundan al personaje con tanto vaivén de disfraces y terminen por no saber quién es ni a qué juega.