La política y la gripe se alejan; se desinteresan de mí y me desocupan, por decirlo de algún modo. La ausencia del peso de lo público y lo privado que conviven en nosotros otorga un gratificante sentimiento de liberación. La política ha quedado privatizada por sus beneficiarios directos, que, después de una semanas de indecisión, en las que parecía que estuvieran esperando algo más de sus votantes, por fin se han reunido a puerta cerrada para moldear el negocio a su gusto. Ya no nos necesitan hasta dentro de cuatro años, con suerte, y los de graderío tampoco necesitamos fingir que estamos preocupados por el destino de España o lo que sea que esté en juego. La gripe también es estacional y en algún momento había de levantar el fastidioso campamento afincado en la garganta y en la cabeza. Sin política ni gripe, me invade un sentimiento de ligereza, como el que debió sentir la partícula originaria antes del Big Bang, correteando por el vacío sin nombre y sin límites a la busca de sentido. En esas estamos, yendo de aquí para allá por el desierto del lenguaje en busca de palabras con eco. El procedimiento es sabido: las llamas por su nombre o por un mote connotativo, si lo tienen, y, si responden, entablas una conversación con ellas que ya veremos a dónde nos lleva. Pero hoy no hay suerte. Las palabras me miran de reojo, como ovejas en un prado, y permanecen mudas. Pasa el tiempo y experimento que el vacío está cargado de reproche que se dirige contra el vacío mismo, y cuando se desvanece el reproche, porque todo gasto de energía, aunque sea tan barata como la anímica, tiene un fin, aparece la ansiedad. Respira hondo y mira a un punto ciego del horizonte, ya sabes, el típico tercer ojo, el chakra que se ubica en el entrecejo, donde radica la percepción extrasensorial. En esas estoy cuando llega la hora de recoger a la pequeña Nahia de la guardería. A partir de ese momento, nos espera una apretada agenda de actividades: 1) contar los automóviles y ciclistas que pasan ante nosotros mientras esperamos el autobús de vuelta a casa; 2) el cuidado de los muñecos que nos esperan impacientes y a los que hay que poner y quitar ropitas, taparlos para que duerman, despertarlos para pasear con ellos por el pasillo y finalmente arrojarlos de la pierna o de la cabeza a un rincón; 3) dibujar con toda clase de lápices y pinturas, un gato, un perro, el papá, la mamá y la tata, y, después de la merienda y el baño, 4) sesión de dibujos animados en You tube, programa doble y fijo: Suéltalo de Frozen y varios capítulos de Peppa Pig. Y ahí estamos abuelo y nieta, uno hacia la muerte y otra hacia vida, juntos y absortos ante el chisporroteo de colorines, trazos y grititos que emanan del tercer ojo que hace unas horas me ha negado la inspiración.