Es un tipo bien conocido en la jungla de los mercados, tanto que sus aventuras han dado lugar a varias películas costumbristas sobre Wall Sreet y aledaños. Para decirlo simplemente, su papel es el lado oscuro del empresario. No construye empresas del mismo modo que el doctor Mengele no curaba enfermos. Ambos trabajan para un fin superior. El doctor Mengele, la supremacía de la raza aria; el liquidador, la supremacía del capital financiero, para lo cual es inevitable que dejen por el camino algunas víctimas cuyo sacrificio, si les sirve de consuelo, es necesario para la felicidad de los arios y de los capitalistas, respectivamente. Las actividades del doctor Mengele fueron legales y respetables en su tiempo y las del liquidador lo son ahora mismo. Uno de estos personajes ha llegado a la provincia desde donde escribo con el fin de dar un hachazo (expediente de regulación de empleo, en el eufemismo vigente) en la planta local de TRW, una multinacional fabricante de componentes del automóvil (direcciones), absorbida ahora por el consorcio alemán ZF, que ocupa a decenas de miles de trabajadores en todo el mundo con buenos beneficios, y que en esta provincia, donde ha recibido por ende ayudas de dinero público, tiene 620 empleos de los que el liquidador quiere acabar con 250. En la situación de nuestro país, esto significa que 250 personas no podrán encontrar de nuevo un empleo digno, si encuentran alguno, lo que unido a los recortes de los subsidios de desempleo, becas, ayudas sociales, etcétera, puede significar muy bien poner a otras tantas familias al borde de la miseria. El liquidador no oculta sus intenciones ni su currículo, que incluye el cierre de varias plantas en Francia, Italia y Reino Unido, seguro de que todas las bazas están en su mano y de que un poco de autobombo puede poner de su lado a la alienada opinión pública y amedrentar de paso a las que van a ser sus víctimas, así que ha dado una desafiante entrevista en un periódico local en la que atribuye la responsabilidad de la permanencia de la empresa al comité de los trabajadores, que había firmado no hace mucho un convenio que incluía la garantía de permanencia de la empresa durante diez años con las inversiones tecnológicas correspondientes, y que el liquidador ha reducido a papel mojado, además de atribuir falsamente a la plantilla un exceso de vacaciones. Lo curioso es que, a pesar de estas drásticas medidas, la empresa no tiene asegurado su futuro más allá de 2018. Lo que está ocurriendo en TRW es un síntoma sangrante, ni siquiera el único, del fin de un modelo industrial vigente desde los años sesenta del pasado siglo, caracterizado por la falta y el desinterés por desarrollar I+D propio y el papel servil y subsidiario de los poderes públicos, volcados ayudar a las empresas con toda clase de beneficios y exenciones para mantener el empleo. Este modelo concedía la iniciativa a las multinacionales, las cuales, en esta fase de la globalización, tienen disponibles otros territorios y otros gobiernos con los que mantener el mismo contrato a precios mucho más bajos, y ninguna autoridad local, nacional o europea parece que vaya o pueda impedirlo. Al contrario, las noticias que nos llegan apuntan a que a los liquidadores les espera una larga y provechosa vida. Reflexionar políticamente sobre estos extremos es lo que el orondo González llama leninismo 3.0, lo que quiera que signifique esa necedad.