Todo palacio o casa de gobierno que se precie tiene una galería de retratos de los titulares que lo han ocupado. El palacio y los retratos se alimentan recíprocamente de sus respectivas leyendas. Los retratados reciben su importancia del edificio que habitaron y el edificio es notable por las personas que fueron sus inquilinos. Esta simbiosis aristocrática encuentra dos piedrecitas en su camino histórico. El inmueble puede terminar siendo disfuncional a efectos urbanísticos y candidato al derribo, en cuyo caso hay que alojar los retratos en alguna parte que no es su sede natural y que muy bien puede ser el almacén de un chamarilero. De otra parte, también puede ocurrir que los prebostes retratados sean considerados indignos por la posteridad y, en consecuencia, apeados del muro en el que se exhibía su gloria. Esto último es lo que puede ocurrir en la Asamblea de Madrid si se acepta la petición de Ciudadanos de que sean retirados los retratos de los presidentes que participaron en la juerga de las tarjetas black. Esta iniciativa, que parece altamente moral, tiene la contraindicación de que amputa la historia de la institución, que no es necesariamente edificante. En esta línea de conducta, se vaciaría, por ejemplo, el British Museum, que es la cueva de ladrones más deslumbrante del mundo. Hay soluciones alternativas. En mi pueblo, donde el primer presidente de la democracia fue un sonado corrupto que terminó en la cárcel, también hay un palacio de gobierno con su correspondiente pinacoteca de retratos en la que también se registró hace años un intento de purga como la que pretende Ciudadanos en Madrid, que resultó fallido, entre otras razones porque purgantes y purgados pertenecían a la misma casta, por decirlo con un término al uso. Los presidentes de mi pueblo posan con solemnidad neutra en sus retratos al óleo, ejecutados en el previsible estilo de realismo fotográfico. Excepto uno, el corrupto precisamente. En este caso, el artista, de talante progre, no solo eligió un estilo más fauve para el retrato, sino que pintó a su modelo con un anómalo dedo índice de la mano derecha inusualmente largo y terminado en una fina y aguzada uña, como la extremidad de una araña. El detalle se aprecia de inmediato en la mediocridad de la galería, aunque no es obvio su significado ni seguro que el guía vaya a explicarlo, si bien el dedo del rapiñador, por llamarlo de algún modo, podría ser un buen señuelo para el negocio turístico local, como la rana de Salamanca. Este era el consejo que merecen oír a los ardorosos diputados de Ciudadanos: no retiren los retratos de los réprobos; simplemente hagan que algún grafitero pergeñe sobre el relamido personaje un sambenito con la leyenda de la pifia o delito que haya cometido. La leyenda puede estar en latín, que da un prestigio institucional añadido, no es descifrable por cualquiera (como el dedo de mi pueblo) y permite al guía lucirse con la traducción ante los visitantes. Qué caramba. Nueva política, arte nuevo.