Hace veinticinco años que se desvaneció el fantasma que había recorrido Europa durante más de un siglo y el país, o más bien el imperio, en el que el fantasma se había alojado desapareció ante nuestros ojos como la casa Usher. Aún no sabemos a ciencia cierta qué ocurrió ni por qué (*). Fue tal el éxtasis que embargó a los vencedores de la guerra fría, que nadie se preocupó por indagarlo, como si fuera un hecho impepinable. El fin de Historia, según la entonces solemne y popular fórmula del académico Francis Fukuyama. A partir de aquel momento, el mundo quedó enseñoreado por una ideología benéfica y universal: la democracia liberal y la economía de mercado. No hubo tal final, por supuesto, y la ideología triunfante no es necesariamente universal ni benéfica. La Historia siguió su curso y sobre las ruinas de la patria del proletariado volvió a levantarse el mismo país/imperio de inabarcables espacios e innumerables pueblos, gobernado ahora por una inquietante mezcla de suspicacia, resentimiento y agresividad. De nuevo, los rusos vuelven a ser los malos en los telefilmes americanos, ahora transmutados de espías en gánsteres. La periodista Svetlana Aleksiévich, último premio Nóbel de literatura, ha explorado el paraje donde se erigió la casa Usher en su memorable relato El fin del ‘Homo sovieticus’ y nos invita a asistir sobre el terreno a una versión intensa, apasionada y veraz de lo ocurrido. El hombre y la mujer soviéticos es un personaje al que han desahuciado de su vivienda (para decirlo con una metáfora inteligible entre nosotros), sin más compensación que la promesa incumplida de que el mercado atendería a sus necesidades y por ende los haría ricos. La instauración del mercado en una sociedad comunitarista y frágil, como era la soviética, con una larga tradición estatista y autoritaria, fue un desvergonzado acto de piratería del que la mayoría de los rusos salieron esquilmados. Los testimonios que recoge al natural Aleksiévich son de individuos, no todos inocentes pero todos quebrados y perplejos, que forman la base en la que asienta la gobernación de Putin, con la que la escritora, por cierto, no está de acuerdo. Aleksiévich ha sido acusada de que sus libros se los escriben los testigos a los que entrevista. Probablemente, la misma acusación podrían haberle hecho los griegos arcaicos a Homero, de saber que su obra iba a ser tan famosa. En la literatura rusa hay una robusta veta (Tolstoi, Grossman) a la que Aleksiévich también pertenece, caracterizada por la amplitud de foco y la imperceptibilidad del autor, que da la palabra a los personajes y construye así un relato coral, una especie de polifonía histórica en carne viva donde afloran los dos rasgos acaso más genuinos de la literatura rusa: el sufrimiento y la compasión, a la vez que una increíble resiliencia colectiva. Ese tópico intangible que llamamos el alma rusa existe, sin duda, porque de lo contrario no sería posible una obra como la de Aleksiévich. Un alma que se nos ofrece abierta en canal, que nos fascina y arrastra pero que a la postre no comprendemos, lo cual les ocurre también a los mismos rusos ¿Acaso alguien conoce bien Rusia?, dejó escrito Iván Bunin, también premio Nóbel, en Días malditos.

(*) Para ser exacto y justo, hubo una historiadora occidental que previó el derrumbe de la Unión Soviética: Hélène Carrère d’Encausse, madre del muy famoso novelista, autor de Limonov.