Nuestro cachazudo y taimado, o algo peor, presidente del gobierno en funciones desaira al jefe del estado y a la sociedad y declina presentarse a su investidura por falta de apoyos. ¿Por qué no dimite en consecuencia? ¿Espera acaso ser elegido por aclamación o por la gracia de dios, como el de cuando entonces? La finta de Rajoy es menos un maquiavelismo –no ofendamos la memoria de Giulio Andreotti- que una marrullería típica del político que es y de la política que representa, dispuesto a salirse con la suya al menor coste para sí y con la menor responsabilidad posible. Una vez más, el entorno, que él conoce tan bien, le ha favorecido y el desaire ha quedado oculto tras el chisporroteo mediático de la propuesta del chico malo de la cancha y su sonrisa del destino, que de añadidura dicen que ha desestabilizado al futurible candidato alternativo. Cuando no es un bebé o unas rastas, es una chulería callejera el agente desestabilizador de nuestras blandas instituciones, que no cesan de supurar corrupción y dar trabajo a los jueces. Pero, al grano. ¿Cómo es posible que un personaje tan inane como Mariano Rajoy Brey, que está siempre en el último puesto del aprecio de la opinión pública, que ha perdido dos elecciones generales y ganado la tercera por deserción de su adversario y que, a pesar de la mayoría absoluta, ha gobernado de perfil y por orden del capital financiero internacional a hachazo limpio y, entretanto, ha presidido con notable lenidad a una  interminable nómina de corruptos en sus filas, conserve la esperanza de ser de nuevo presidente del gobierno y para ello fuerce los tiempos, manipule los protocolos, burle a la opinión, tense a partidarios y detractores y, por último, se cisque en el desgobierno que él mismo provoca? Nuestro sistema electoral, del que se sirven los aparatos de los partidos, cuadra a la idiosincrasia de la sociedad –estamental, perezosa, anecdótica- y sirve a la perfección para el fin para el que fue creado: echar el freno ante cualquier intento de vuelco de la tortilla o de reforma demasiado rápida, imprevista o profunda. La estabilidad, ese mantra que nos llega en forma de exigencia desde las alturas donde se dirige el cotarro, es la materia misma de nuestra ley electoral. Que las cosas sigan como están, aunque sea de esa manera. Las elecciones no entronizan al preferido por los votantes ni despiden al rechazado; no sirven para que los elegidos digan la verdad y se enfrenten a los problemas de cara; no aseguran la aplicación de un programa de gobierno ni garantizan que no se vaya a aplicar el contrario; no sirven para resolver las cuitas de los ciudadanos y a menudo sí para agravarlas, y desde luego no sirven para limpiar las instituciones de indeseables sino para que estos se afiancen y se multipliquen en ellas. Todos estos rasgos se han exacerbado bajo el mandato de Rajoy hasta un grado que resultaría inimaginable si no fuera porque lo experimentamos a diario. Y ahí está el tipo, tan terne, encantado de haberse conocido, plácidamente durmiente, como el conde Drácula en su féretro, esperando la resurrección, cuando toque o cuando le plazca.