Javier Mina es un paseante, de obra y de talante. Probablemente, no ha sido otra cosa en su vida. No importa qué camino se muestre ante sus ojos, su impulso inmediato es recorrerlo. Puedo recordar las innumerables veces que, siendo jóvenes, nos dejaba atrás en sus incursiones. Como si el mundo fuera demasiado ancho y variado para detenerse en una plaza, en un claro del bosque o en una encrucijada de carreteras, ha explorado las que ha encontrado a su paso, antes de dejarlas atrás, quizás para no volver jamás. Es un tipo de plurales habilidades, artista plástico notable y escritor concienzudo, que conserva intacto un entusiasmo que no puede calificarse sino de juvenil y que no rehúye zambullirse en el ardor de una biblioteca o en la chamarilería de un mercado de las pulgas con cuyos frutos urde libros de ficción y de ensayo, obras de teatro, guiones de cómics, exposiciones de pintura o de preciosos ready-made, y por último, una autobiografía objetual, como la que expuso hace unos años en el centro Koldo Mitxelena: un sorprendente alarde armado con los artefactos y las imágenes que le han acompañado en su vida y la han dotado de sentido (por lo demás indescifrable, como en todas las biografías). Mina es hoy noticia en esta bitácora porque ha presentado su último libro, de nuevo un paseo, esta vez tras las huellas del escritor Luis Martín-Santos por las calles de la ciudad adoptiva de éste y de Mina, San Sebastián-Donostia. Martín-Santos (1924-1964) es, no hace falta recordarlo, autor de la que acaso sea la novela española más significativa de la segunda mitad del siglo pasado, y la pesquisa de Mina lo sigue y lo encuentra en las calles de su ciudad, con los suyos. Este livianno volumen de paseante es, a la vez, una exploración de la topografía pretérita de la ciudad, una crónica de los hábitos de algunas de sus gentes, y, sobre todo, un testimonio de un puñado de individuos que vivían e intentaban cambiar la vida en una época sombría, peligrosa y contradictoria. El libro se ha editado, hasta donde sé, al margen de los fastos de la llamada capitalidad europea de la cultura, que este año ostenta la capital guipuzcoana, y en esa marginalidad también se advierte un rasgo del quehacer de Mina, un tipo que anda por la playa de La Zurriola a la busca de pecios que le entrega el mar y que excitan su imaginación, su curiosidad y su compromiso cívico.
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