Los que hemos convivido, malgré nous, con el carlismo, entendemos mejor las tensiones que han sacudido, puesto en evidencia y parcialmente quebrado, a Podemos en este minué previo de la formación de los grupos parlamentarios. En mi pueblo, los carlistas pasaron de ser apostólicos a leninistas en una generación sin dejar de creer que el mal estaba fuera de casa, curiosamente en el mismo estado-nación que ellos habían ayudado a instaurar cuarenta años antes a punta de fusil. Así que entendemos también la proclividad de los llamados movimientos populares a contraer esa enfermedad infantil que se conoce como el derecho a decidir. La primera percepción del pueblo es el pueblo mismo, es decir, su paisaje, su arquitectura, su folclore, su toponimia, y el primer impulso es preservarlo fuera de la acción del tiempo, fuera de la historia. Esta fuerza gravitatoria, y reaccionaria, es constante, aunque de intensidad variable, y afecta a todas las colectividades humanas -no solo a naciones sin estado o a aldeas galas, sino a estados muy pomposos, como Polonia ahora mismo-, a poco que se den las condiciones socioeconómicas necesarias, que afloran en periodos de crisis. La consigna es siempre la misma: salvémonos nosotros solos, ya que el mundo está condenado. Es una conseja que se retroalimenta de sus propios jugos; si los de fuera no quieren que abandonemos el tablero común es porque nos oprimen y nos humillan. Pero ¿alguien cree en serio que la independencia librará a catalanes, valencianos y mareados gallegos de la corrupción política, por mencionar una gangrena compartida por todo el país? Asaltar los cielos, que es un anhelo universal, y conservar el terruño doméstico con sus monas de pascua son objetivos contrapuestos, alojados en la práctica política de Podemos, que puede perder la mayor por conservar la menor. Ya ha ocurrido con su grupo parlamentario. La reciente autoinmolación de la CUP en Cataluña ofrece una enseñanza provechosa. Este grupo proyectó su utopía libertaria en un espacio nacional y aplicó una estrategia para conseguirlo mediante una prolija ceremonia asamblearia, una metáfora del paraíso cristiano donde el coro de serafines se celebra a sí mismo con la chirimía o la pandereta –opción a u opción b, en la votación- a mayor gloria del autor de la partitura. Cuando encendieron las luces y abrieron los ojos, no había ni utopía, ni nación, ni asamblea, y los libertarios, bajo la carpa del circo, perplejos. Y es que no hay nada que decidir porque la Historia decide por nosotros. Eso lo sabemos desde Hegel, que no sé si forma parte de las apps que pueden descargarse en los dispositivos móviles. Podemos debe cuidarse para no tropezar con su propia sombra.
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