Lo malo de ser español, o griego, o italiano, incluso alemán, para no mencionar lo de kosovar, es que nadie está interesado en preguntarte tu opinión sobre la entrevista de Sean Penn al Chapo Guzmán, como si fueras el crítico de cine de una revistilla de barrio. La historia ocurre en una galaxia muy alejada de esta Europa gris y atribulada por los refugiados indeseados, el orondo desempleo, los infatigables recortes, la beoda prima de riesgo, la rampante xenofobia y el miedo a todo lo que se menea, que se extiende como una mancha de aceite. Por eso nos fascinan las historias de Hollywood, porque terminan bien y todos ganan dinero. Que si lo que ha hecho Penn no es periodismo, que si el entrevistado no es un héroe sino un criminal despreciable, que si el actor está arrepentido, que si sus colegas de oficio le apoyan, que si es la comidilla de la ceremonia de entrega de los globos de oro. Oro, globos, un chico malo, un facineroso gordo y ególatra, como Sydney Greenstreet, dios qué maravilla, el diálogo lo habrá escrito Tarantino, y luego está ese pibón, Kate del Castillo, un luminoso objeto del deseo en los riscos de Sinaloa, erizados de cactus, como Raquel Welch, o más modestamente, Shelma Hayek, con perdón. Sinaloa, qué bien suena, donde por aquí aún creemos que corretea Pancho Villa, no Emiliano Zapata, que ya sabemos que ese murió tiroteado en otra película muy antigua, de cuando el blanco y negro. La realidad como una función de cine en sesión continua, y aquí estamos, sentados en la oscuridad de la sala semivacía, los españoles, griegos, etcétera, con los ojos abiertos y el ánimo alelado. Aquí, la industria del espectáculo local tiene que robar el guión al bebé de Bescansa si quiere hacer una película de Ozores. No damos para más. Y sin embargo este asunto del comediante y el narco debiera interesarnos de alguna manera porque habla de la colusión de dos grandes poderes económicos y militares del planeta: el tráfico de drogas y el imperio americano, ambos entregados en este caso a un episódico negocio de soft power. Para no mencionar que los exteriores se han rodado en la herida de un país con el que, dícese, tenemos lazos de sangre: México. Aunque quizás aquí esté el quid de la cuestión. Si Penn hubiera entrevistado a Nicolás Maduro en vez de al Chapo Guzmán, podríamos haber participado en la coproducción. Maduro, ese sí que es un malo, malo. No le quitamos la vista de encima. Lo tenemos monitorizado. Lástima que a Hollywood no le interese un carajo y no vaya a comprarnos el guión para la película. Ellos se lo pierden.