Nuestros políticos no forman una clase ni una casta, que son construcciones sociológicas que pueden ser muy complejas, sino una colectividad más simple: una banda, una masa, una tribu, un coro (desafinado) y, en ocasiones, una unidad de peso inerte, una fanega de diputados, digamos. Esta percepción explica mejor que, entre los tejemanejes propios del inicio de la legislatura, destaque el trasvase de parlamentarios de un grupo a otro para completar el peso de los más menguados, no importa la marca con la que los trasvasados concurrieran en las elecciones. El pesoe ha cedido senadores para rellenar el cupo de los republicanos y convergentes catalanes, que carecen de electos propios suficientes para formar grupo parlamentario  en la cámara alta. ¿Quiere decir que los socialistas trasvasados son ahora soberanistas? No, qué va. Quiere decir que la primera tarea de los políticos es recomponer los platos rotos en la anarquía de las elecciones para restablecer el equilibrio de la vajilla. Como dijo el sabio Mas para escándalo del bebé de Bescansa: “Lo que no hemos conseguido en las urnas, lo hemos corregido con la negociación”. Los votos que los partidos reciben son un premio de lotería que luego administran a su antojo e interés. Si tienen suficientes, montan un chiringuito y, si no, se los juegan en el casino. Hace unos días, los anarco-utopistas de la llamada unidad popular tuvieron que entregar maniatados, después de una larga partida de póquer, a dos de sus diputados en el parlamento catalán para que fueran rehenes de su compromiso con los juntos por el sí, precisamente la misma lista que ahora carece de masa crítica para formar grupo propio en Madrit y ha aceptado la torna que le ofrece su adversario en Barcelona. Hace un montón de años, cuando aún nos asombrábamos de estos chalaneos, un diputado de la provincia subpirenaica desde la que escribo, Jaime Ignacio del Burgo, hinchado como un pavo de su autoproclamada condición de máximo defensor de la identidad provincial, fue trasvasado de inmediato y sin pestañear, como si fuera un celemín de garbanzos para completar el peso, al saco de la coalición canaria, en la otra punta del país. Ni el diputado se sintió herido en su honor ni sus electores, burlados en su voluntad. La voltereta fue acogida con chanzas en la calle y a estas alturas nadie sabe qué efectos políticos tuvo, si tuvo alguno. Nuestra democracia es impermeable y estos diputados trasvasados son como las maletas louisvuitton de los chinos, indistinguibles del original. La liberalidad con que puede interpretarse la voluntad popular expresada en las urnas contrasta con la rigidez del sistema de elección, en el que las listas son herméticas y el titular es el partido, hasta que se cuentan los votos. Después, ancha es Castilla, y nunca mejor dicho. Así lo ha entendido el diputado castellano Gómez de la Serna y Villacieros, que ha ocupado el escaño y desertado del partido en el mismo acto. A estos tipos se les llama cimarrones en la jerga parlamentaria, que no por casualidad es el nombre que recibían los esclavos fugados de la plantación. Los que se han quedado con el amo son ocupados en tareas de la finca o trasvasados a otras plantaciones para garantizar la cosecha. Pero no se puede utilizar el látigo con ellos porque están aforados.