Las nietas acaban de irse de casa después de abrir en medio del griterío de sus mayores un sinnúmero de paquetes de regalo, una buena parte de los cuales están condenados al olvido desde el momento mismo en que han les han quitado el envoltorio. La fiesta de Reyes esta presidida por una excitación patológica de los adultos, que la trasladan a los niños, los cuales, para conservar la cordura, fingen seguirles la corriente en la esperanza, cierta, de que serán recompensados con algunos obsequios que, ni necesitan ni a menudo desean. De paso, el consumo inducido mejora en lo posible las tablas macroeconómicas y la felicidad por esta noche mágica alcanza a los cariacontecidos ministros del gobierno. Tengo pruebas, tanto de la cordura de los niños como del delirio y confusión de los adultos en estas fechas. La víspera, asistí a una merienda infantil en la que comparecía el rey Melchor. El personaje iba en envuelto en un destartalado disfraz que yo mismo he utilizado en años anteriores, debo confesarlo, y del que resulta imposible creer que pueda encandilar a unas niñas naturalmente perspicaces y despiertas. El amasijo de la peluca y las barbas se paseaba a su antojo por la cabeza del rey, la corona de plástico rodó por el suelo y bajo la túnica dejaba ver sus pantalones vaqueros. De añadidura, era el padre de uno de los niños presentes, que asistía a la mutación paterna con desconfianza y un ligero espanto. Sin embargo, las niñas mayores se sumaron cordialmente a la farsa -no así la pequeña, que salió despavorida- en la confianza de que su colaboración les sería retribuida con un regalo, como así fue. Y ahora vayamos al delirio de los adultos. Ya he mencionado en esta bitácora que en mi pueblo se viene arrastrando un enconado debate sobre si el rey Baltasar debe ser un negro negro o un blanco pintado de negro. La primera opción pasa por ser la progresista y este año, por aquello de la nueva corporación municipal, es la que se ha impuesto, no sin sorpresa y malestar entre los tradicionalistas, de los que fui testigo en mi propia familia. Pues bien, la carga de la culpa por usurpar el puesto de un blanco llevó al negro a pedir disculpas en el pregón oficial de la fiesta alegando que el «verdadero Baltasar» estaba enfermo y él había tenido que ocupar su lugar. No me digan que no es de psiquiatra. Pero el récord mundial absoluto de la estupidez adulta lo ha ganado sin duda la ciudadana madrileña que ha escrito en Twitter este trémolo trágico, “no te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena, jamás”, porque su hija había detectado que el traje que llevaba el rey Gaspar no era «el traje del rey Gaspar». Los reyes madrileños han comparecido este año con indumentaria minimalista, también por aquello del triunfo de la izquierda, y la niñita, cuya madre seguramente le cambia de toilette tres veces al día, ha encontrado en el atavío del rey indigente una ocasión para tiranizar a su atribulada mamá, y nadie está más atribulado en estas fechas que una mamá. Ya sé que los viejos no tenemos derecho al pataleo, y menos si cobramos una pensión, pero, como en esta pared divago cuanto quiero, contaré que echo en falta en la cabalgata de mi pueblo a un grupo de saltarines vociferantes que escoltaba al rey Baltasar, ataviados de «tribu salvaje del Africa tropical» y desde hace años extintos  bajo la etiqueta de lo políticamente correcto. Vestían leotardos, camisetas y pasamontañas negros, los rostros tiznados, tocados con plumas, y portaban escudos totémicos y azagayas de cartón cuya punta estaba pintada de rojo sangre, a la moda de los tebeos de la época, que era nuestra fuente de conocimiento del género humano y de la geografía del planeta. No puedo recordar que creyera ni por un instante que aquellos tipos fueran lo que parecían, pero ayer eché en falta el festivo espanto que me producían de crío.