Por último, los catalanes deberán volver a las urnas, en medio de un estrépito de platos rotos. La independencia que parecía imposible se ha revelado como verdaderamente imposible. La decisión de los utopistas de la CUP no es tanto una opción racional cuanto una muestra de impotencia y para llegar a ella han recorrido un proceso menos democrático que agónico, con ribetes grotescos. En los días previos al gran fracaso algunos catalanes recurrieron al ayuno para que los asamblearios tomaran la decisión correcta hacia la independencia. La mística que ha alentado la peregrinación independentista desde el principio quemaba sus últimas energías en el espejismo gandhiano de creer que se piensa más claro con el estómago vacío o que el sufrimiento autoinfligido puede inspirar las conductas ajenas (¿recuerdan al protomártir mossèn Xirinacs?). En esta alucinación colectiva, Artur Mas parecía el único que sabía de qué habría de servirle lo que se traía entre manos ¿o también era un delirio? Ahora debe estar preguntándoselo, si es que este personaje, que parece guiado por un instinto de tiburón, se hace preguntas. Pero no hay sacrificio que no tenga una cualidad salvífica. El retorno a las urnas de los catalanes puede evitar que se haya de recurrir al mismo expediente en el resto de España porque aparta del primer plano de las negociaciones la cuestión del referéndum y obliga a los partidos de izquierda a repensar su agenda en los términos de reformas sociales y regeneración política, inteligibles y universalmente aceptados. Junto a la pira donde se consume lo que queda del intento independentista, quizás los socialistas dejen de zurrarse entre sí, los podemitas dejen de intentar medrar en ese confuso caladero y los republicanos de izquierda catalanes emprendan una vía pactista para conseguir sus objetivos. Sería una vuelta a la razón práctica, lo que no es para tirar cohetes por lo que significa de componendas y pasteleos pero, al menos, entenderemos de qué se habla y no nos quemaremos las alas en el intento de asaltar los cielos. Y, por ende, quizás se consiga lo que para los liberales genuinos es la razón misma del sistema democrático: echar al gobierno que no nos gusta.