En uno de estos días pasados he vuelto a ver, por enésima vez, Gangs of New York, la película de Martín Scorsese que se agranda a cada revisión hasta el punto de que, a mi juicio, se sitúa entre las mejores del cineasta neoyorkino, lo que no es decir poco. El pintoresquismo de la puesta en escena confunde de entrada al espectador sobre la densidad de la historia porque le lleva a un Nueva York del siglo XIX, literaturizado a la manera romántica y muy alejado de la imaginación actual, casi fantástico, de viviendas que son barracas y calles sin alfaltar, habitado por una población fragmentada en bandas multicolores y regido por un tribalismo fanático y violento, bajo un capitalismo rampante y un clientelismo político cínico y voraz. Esta situación hace crisis con ocasión del reclutamiento forzoso de los neoyorkinos para incorporarlos a las filas de la Unión durante la Guerra de Secesión. La población se amotina, asalta las oficinas del gobierno y las casas de los ricos y el presidente Lincoln manda al ejército, que aplasta la asonada sin contemplaciones, a cañonazos y descargas de fusilería. Así acaba la película y también aquella metrópoli decimonónica, dominada por una barbarie prístina, que, en el cine de Scorsese, es la seña de identidad de su país. El recuerdo reciente de la película me ha asaltado esta mañana cuando leía un artículo de Joschka Fischer (uno de los escasísimos políticos del que merece la pena leer lo que escribe) en el que intenta prevenirnos sobre el tribalismo que se extiende por Europa. En un punto de su argumentación, Fischer enumera los partidos nacionalistas y xenófobos que están sentando sus reales en los países europeos –Vlaams Belang, Partido de la Libertad, Demócratas de Suecia, Verdaderos Finlandeses, Frente Nacional, etcétera-, de nombres tan eufónicos como indescifrables para quienes no pertenezcan a la tribu respectiva. La retahíla de estos partidos me ha llevado al desenlace de la película, cuando los dos bloques que van a enfrentarse con hachas y porras en las calles del barrio de Five Points de Manhattan –nativistas americanos, es decir, descendientes de los primeros colonos holandeses e ingleses, contra inmigrantes irlandeses, y todos contra los negros, llevados desde África en las bodegas de los barcos esclavistas- pasan lista a las bandas que constituyen cada bloque, de nombres pintorescos y tribales, como Los conejos muertos, para afirmar la adhesión de todos a la causa respectiva e inflamar el ardor guerrero para defenderla. Ya están los bloques enfrentados, listos para empezar la lucha, cuando los obuses del ejército barren las calles. ¿Una historia típicamente americana? No sabría decirlo.
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