Podemos es una fuerza muy frágil; de hecho, no es una todavía una fuerza cuanto un anhelo o un estado de ánimo, y está al borde de fracturarse en la constelación de las llamadas listas de confluencia con las que ha concurrido en las nacionalidades históricas y que, sin duda, han sido determinantes para el buen resultado final y, singularmente, para la victoria en Cataluña. La constitución de grupos parlamentarios propios de estas listas es el principio de la fractura. Un grupo parlamentario es una estructura de poder autónomo, con todo lo que eso significa para emprender una deriva diferenciada a la del resto de la flota, si llega la circunstancia. También los socialistas tuvieron grupos parlamentarios vascos y catalanes en la primera legislatura de la Transición, cuando aún estaban aquejados del sarampión izquierdista, hasta que repararon en que eran un obstáculo para su proyecto. Aquel cambio de perspectiva fue contemplado como una traición por los antecesores de Podemos que quedaron a su izquierda y, en mi pueblo, sin ir más lejos, hemos vivido tres décadas con esta murga. El federalismo, ese desiderátum de la izquierda (el PSOE aún lo airea obscenamente sin creer en él), que, tal como lo entendemos en España, intenta cohonestar los valores del progreso, que son universales y globales, y en consecuencia exigen grandes espacios gobernados por reglas comunes, con los fueros privativos de la aldea, es un sueño típico de la clase media, como se dice ahora, o de la pequeña burguesía, como se decía cuando éramos marxistas. No deja de ser irónico que una formación que se ha presentado adobada por enfáticos y atractivos mensajes de redención social y regeneración política vaya a encallar en algo tan improbable como el derecho a decidir. La autodeterminación -un invento wilsoniano para acelerar la destrucción de los viejos imperios europeos a favor de los intereses del imperio naciente, precisamente el que representaba Woodrow Wilson- no solo es de imposible aplicación legal en esta situación sino también de borroso significado e imprevisibles efectos. Al parecer, la lista catalana presiona en Podemos para que se mantenga el referéndum en el primer término de unas hipotéticas negociaciones con los socialistas a sabiendas de que es un obstáculo infranqueable. Ojo, pues, con las propuestas catalanas porque ya se ha visto este fin de semana lo que pueden hacer en su propia casa con el sagrado derecho a decidir: que no deciden. Es seguro, además de deseable, que el embrollo catalán no puede tener más arreglo que un referéndum, pero la correlación de fuerzas salida de las urnas indica que debe ser con el concurso de una mayoría muy amplia que por ahora Podemos no puede conseguir, de modo que Iglesias y su gente harían bien en darse una ducha fría para sacudirse los efectos narcotizantes de la remontada, poner en orden sus papeles y explicar con claridad qué referéndum y en qué condiciones se celebraría. Y este protocolo vale tanto para sentarse a la mesa de negociaciones con los socialistas como para concurrir a unas posibles nuevas elecciones, que, no nos engañemos, no tendrán el mismo resultado que estas últimas. Hay muchas maneras de servir a la causa. Una, la que practicaron los asamblearios de la CUP el otro día. Otra, la que en  La vida de Brian ejecutan los militantes aquéllos de no sé qué frente de liberación, que,  llamados a rescatar a Brian de la crucifixión,  no se les ocurre mejor manera de hacerlo que suicidándose solidariamente al pie de la cruz. La cruz y el martirio son alegorías nutrientes del sentimiento que alienta el derecho a decidir. Podemos debe elegir si quiere hacer un remake celtibérico de la película de los Monty Python.
¡¡Por un año nuevo menos jodido que este pasado!!