Ahora recuerdo que ayer no celebré el día de los inocentes. A los jubilados, el tiempo no nos da para nada. Demasiadas efemérides que recordar, lugares que visitar, amigos con los que perorar, nietos que cuidar, libros que leer, demasiado de todo. Una vida feliz y excesiva para el organismo. Los viejos hemos de vivir a dieta en medio de un mundo hiperabastecido de productos de alta tasa calórica, envases rutilantes y mensajes imperativos. El caso es que el 28 de diciembre no tomé el pelo a nadie y a mí me lo tomaron lo normal, en la dosis justa como para que no doliera mucho. El día de los inocentes ya no es lo que era cuando aún estaba vigente la distinción entre lo grave y lo jocoso. Parecía seria la asamblea de los libertarios catalanes que ensayaban el mejor modo de ponerse la argolla al cuello y se armaron un lío con la largura de la cadena y el engranaje del cerrojo y todo terminó en una broma. Una forma de suicidio civil ante la complejidad del universo es pegarse uno mismo el monigote al culo. Al día siguiente, las inocentadas siguieron su curso por otros derroteros, en la parsimoniosa sucesión de consultas en el sofá de La Moncloa y en la azogada reunión de capitostes socialistas en la calle Ferraz (cuando veo en la tele a mi paisano Robertico Jiménez sentado a la vera de Sánchez, sonriente y triunfador como es él, agüero con regocijo que se avecina una catástrofe). Lo normal. La inocencia es una condición generalizada y vigente todos los días del año, y su nombre más apropiado es impotencia. Los niños son inocentes porque no pueden hacer gran cosa por sí mismos. No es que carezcan de malicia, es que no pueden ejercitarla, así que los grandullones abusamos de ellos y luego lo celebramos. En el orbe católico, como se decía antes, una matanza de niños la celebrábamos colando un zurullo de pega entre los tomates y la rúcula de la ensalada. Ahora, hay que tener cuidado de que los tomates y la rúcula no sean ellos mismos zurullos transgénicos y, en cuanto a las matanzas de niños, ya se ocupan las oenegés. Una prueba más de la fusión de lo grave y lo jocoso. Quién iba a imaginar que la Volkswagen, epítome de la seriedad industrial alemana, nos estaba vendiendo automóviles que ruedan soltando pedos de CO2 y ciscándose en el cambio climático, esa cosa tan seria que tiene preocupados a todos los poderes terrenales. Pues en esas estamos. Voy a dar un paseo a lo loco, sin olvidar el monigote a la espalda.
Entradas recientes
Comentarios recientes
- Rodergas en El padre de la memoria y sus hijos desnortados
- Rodergas en Los bárbaros fueron antes friquis
- Rodergas en Perdona a tu pueblo, señor
- ManuelBear en ¿A la tercera irá la vencida?
- Rodergas en ¿A la tercera irá la vencida?
Archivos
Etiquetas
Alberto Nuñez Feijóo
Albert Rivera
Boris Johnson
Brexit
Carles Puigdemont
Cataluña
Cayetana Álvarez de Toledo
Ciudadanos
conflicto palestino-israelí
coronavirus
corrupción
Cristina Cifuentes
Donald Trump
elecciones en Madrid
elecciones generales 2019
elecciones generales 2023
elección del consejo del poder judicial
Exhumación de los restos de Franco
Felipe González
Felipe VI de Borbón
feminismo
Gobierno de Pedro Sánchez
guerra en Gaza
independencia de Cataluña
Inés Arrimadas
Irene Montero
Isabel Díaz Ayuso
Joe Biden
José María Aznar
juan Carlos I de Borbón
Mariano Rajoy
Pablo Casado
Pablo Iglesias
Partido Popular
Pedro Sánchez
poder judicial
Quim Torra
referéndum independentista en Cataluña
Santiago Abascal
Ucrania
Unidas Podemos
Unión Europea
Vladimir Putin
Vox
Yolanda Díaz