Paseo dominical en Donostia. La ciudad conserva el encanto que nos sedujo cuando los aldeanicos de tierra adentro éramos muy jóvenes y ha recuperado el apresto que perdió en tiempos no tan lejanos, cuando era un maldito campo de batalla. Este año que viene será capital europea de la cultura, lo que quiera que eso signifique. El día ofrece tiempo seco, mar calmo, un delicado celaje de las nubes y calidez del aire. Los donostiarras se han echado a la calle para celebrar esta inesperada excepción meteorológica de fin de año. Hoy, el paseante es un viejo, cámara en mano. La jubilación lo ha convertido en un adicto a la fotografía y ha descubierto que en el principio fue la luz y no el verbo, como dicen otros, y pasa su tiempo atrapando los envites dialécticos de aquélla y su contrario, la oscuridad o la sombra. Una especie de código binario, o de zoroastrismo, si se prefiere, de las partículas elementales, que queda atrapado en la memoria de la cámara. El juego no oculta que, por cada instante atrapado, hay miríadas de otros, acaecidos en el mismo espacio y al mismo tiempo, que se han desvanecido, invisibles, inasibles. El viejo se siente un administrador de ausencias. Él mismo pasea entre la gente sin dejar huella, apenas delatado por el imperceptible chasquido del disparador de la cámara, que no inquieta a nadie entre una muchedumbre de narcisos selfistas. El vacío se adueña de la realidad que le rodea. Es un efecto hipnótico de la playa y el mar, que ofrecem una especie de delirio sonámbulo. El que llevó a Meursault a matar al árabe para recuperar el pulso de la sangre en las venas. El viejo nunca entendió la acción de Meursault hasta que tuvo una cámara en la mano que le permitió disparar sobre lo que le rodeaba. La existencia recupera así el sentido. Las imágenes forman un relato de la jornada. El tipo cruzó esa calle, se detuvo en tal puente sobre el río, tomó un café en tal plaza, estuvo acodado largo rato en el paseo marítimo, etcétera, y esta sucesión de signos no sólo documentan que está vivo sino que ofrecen un método conductista para adivinar qué clase de tipo es, en qué piensa, qué le atrae y qué le repele, con qué disfruta y qué le hastía. Detrás de cada imagen hay un pensamiento y la sucesión de todas ellas ofrecen una clave para descifrar al sujeto que las ha perpetrado, quizás. Mi experiencia me dice que este tipo de relatos fotográficos, como cualquier prueba forense, tienen un tiempo de vigencia tasado, más allá del cual su mensaje, si lo tienen, se torna impreciso y equívoco, y el vacío retorna de nuevo a la realidad, como el agua del mar a la playa.