En verano, el país vuelve a su naturaleza prístina. Los bosques arden, las playas se llenan de anfibios rosados y los héroes populares mueren ensartados por las vacas bravas. La lasitud de la siesta preside la percepción de estos fenómenos de la realidad, atravesada por la procesión del santo y el revoloteo de las moscas. Estar de vacaciones es ser primitivo. El despojamiento de la ropa y del reloj es el camino al paraíso y, en este estado, la muerte adquiere un carácter, si no glorioso, deportivo en las astas del toro del encierro. La muerte deja de ser una pérdida para convertirse en la prueba de la abundancia de vida y la euforia reinante acompaña al difunto hasta la misma tumba. Hace unos años, un veterano corredor del encierro de mi ciudad resultó gravemente herido y como periodista fui testigo de la excitada ansiedad que despertó su estado clínico y su, al parecer, inminente fallecimiento mientras duraron las fiestas. No murió en esos días, desde luego, pero no soy capaz de recordar si después sobrevivió o no al trance, aunque puedo decir que lo que sea que ocurriera no interesó a nadie fuera de su círculo íntimo. Es la cultura popular en estado puro, sin gurús que la definan ni ediles que la regulen, aunque sí con mucho bombo que la magnifica, y los melindres antitaurinos no podrán contra ella porque no tienen alternativa. ¿Qué va a hacer el mocerío si no hay vacas en fiestas?, ¿apuntarse a Greenpeace? Cierto que esta energía festiva de las clases peatonales es succionada por los señoritos, que participan en el festejo abonados a los tendidos de sombra en las corridas de pago, precisamente los espectáculos que la izquierda emergente intenta prohibir, con menguado éxito por ahora. Pero, ¿qué hacer con la raíz de la fiesta, el toro que corretea gratis por las calles del pueblo entre cientos de abigarrados vecinos que buscan su chute anual de adrenalina? Los corredores y espectadores del encierro votan en las elecciones.