Estos días, el silencio de dios es absoluto. Quizá el rasgo más sorprendente de estas semanas de imperio de la peste es que los obispos no han abierto el pico ni para dar el pésame. La tele emite la misa papal de pascua en el obsceno esplendor de la basílica de san Pedro deshabitada de fieles en cumplimiento de la orden de confinamiento decretada por el estado.
Acuerdo en la desembocadura del Rhin
Después de todo acuerdo europeo reina inevitablemente la niebla sobre lo conseguido y sus consecuencias. Las cifras son tan desmesuradas, los términos contractuales tan retorcidos y lábiles, y los intereses políticos en juego tan variados y contradictorios que no podemos aspirar a nada en claro.
Las leyes de la termodinámica
En la torrentera de noticias lacrimógenas y depresivas que trae cada día la peste, aparece el rostro bien tallado, luminoso, germánico, de un muchacho que declara que no va a renunciar a parte de su salario a favor de la empresa que le contrata porque le parece una abdicación de sus derechos.
El nuevo teatro
Las reglas del confinamiento constriñen la visión del paisaje, que solo puede atisbarse por dos rendijas u ojos de cerradura: la ventana de casa y la pantalla de la tableta. A través de la ventana, la primavera sigue su rutina en los castaños de Indias, únicos habitantes de la calle vacía, de entre cuyas hojas emergen las panículas de florecillas blancas. Al confinado le asalta una ocurrencia: cuando él no esté, los castaños seguirán floreciendo y la tele seguirá encendida.
Los novios de la muerte
El confinamiento en la sola compañía de la carraca que llevamos de fábrica en el interior de la caja craneal es una fuente de riesgo porque en ese espacio de nuestro organismo no hay gran cosa de valor: obsesiones, manías, hábitos en bruto, recuerdos inertes y deseos de imposible cumplimiento, todo ello regado con unos jugos que inflaman las fantasmagorías y llevan a la desmesura.