Tamborileo mediático. El Apocalipsis atraviesa los mares. Belgorod es un monstruo oblongo, hermético, gigantesco, del  que quizá algunos privilegiados testigos lleguen a ver el oscuro dorso metálico que emerge entre las olas antes de ser borrados de la faz de la tierra. Habita en una cueva de los hielos del Ártico y lleva en su vientre torpedos capaces de recorrer diez mil kilómetros como un sabueso incansable antes de impactar en el objetivo y provocar un tsunami radiactivo, lo que quiera que signifique eso.

¿Cómo podemos saber que el párrafo anterior describe un hecho real y no es un fragmento de la mensajería de propaganda de uno o de los dos contendientes de la guerra de Ucrania? Hay un instante en que la realidad adquiere tintes de ficción y la ficción se convierte en una abrupta e inapelable realidad, pero es imposible saber en qué dominio estamos hasta que lo que haya de suceder suceda de manera irreversible. Estamos en el pellejo de los tripulantes del  Pequod para quienes la ballena blanca era una aterradora leyenda hasta que hubieron de enfrentarse a ella sin más arma que sus propias vidas y con los resultados sabidos.

La guerra presenta una curiosa ambivalencia. Cuando ocurre y mientras está activa tiene un carácter fatídico pero, apenas cesan los combates y retorna la paz, deja la conciencia de que ha sido un accidente evitable y estúpido, que nunca más debería ocurrir. Podemos imaginar que ese serà el sentimiento dominante entre los supervivientes del Apocalipsis, porque alguno habrá, sin duda, aunque sea condenado a aceptar Kalinka en el top ten de los éxitos musicales durante los siguientes cien años.

Nuestros gobernantes no pierden ocasión de recordarnos la unanimidad con que Europa se ha enfrentado a la invasión rusa de Ucrania, pero la aquiescencia con que se recibe este mensaje es debida a que estamos en una especie de drôle de guerre, un término difícilmente traducible que describe el estado de Francia, entre perplejo y expectante, en las semanas que mediaron entre la declaración de guerra a Hitler y la fulminante ocupación del país por las tropas alemanas. Putin ya ha demostrado que la guerra relámpago no se le da bien, y, por lo que nos cuentan estos días, la guerra de trincheras se le da solo regular, así que, si quiere acojonar al enemigo, no le queda más recurso que la bomba atómica. Ya se utilizaron dos veces contra Japón, con notable éxito estratégico, pero el pánico nuclear que desataron aquellas explosiones inauguradoras de la guerra fría ya está olvidado, del mismo modo que hemos olvidado que los fascistas pueden llegar al poder ganando elecciones. La madeja mental de Putin es inaccesible para los occidentales y la pregunta es, ¿cuánto resentimiento puede aliviar una bomba atómica?