Ya antes habíamos tenidos líderes parecidos en Rusia. Líderes que nos llevaron a la tragedia, a derramamientos de sangre a gran escala, a guerras civiles. No quiero que esas desgracias nos vuelvan a ocurrir. Y de ahí la raíz de la animadversión que siento cuando veo a ese típico chequista soviético pavoneándose mientras avanza por la alfombra roja del Kremlin camino al trono de Rusia.

Reencuentro con La Rusia de Putin, de Anna Politkovskaya, de donde se ha extraído el párrafo que da entrada a este comentario. El libro se publicó en 2005 y está descatalogado, y, si bien se encuentran unos pocos ejemplares en la red pública de bibliotecas, puede decirse que es un volumen olvidado, a pesar de la explicitud del título, ahora, cuando su mensaje resulta más vívido y, como dice el tópico, de rabiosa actualidad.

Es asombroso cómo las circunstancias históricas modifican la percepción del lector y abrillantan el valor de lo escrito cuando es verdaderamente bueno. Anna Politkovskaya escribió este incontrovertible alegato en los primeros años de este siglo (2004), cuando la segunda guerra de Chechenia entronizaba a Vladimir Putin en el Kremlin y en occidente miraban al déspota con curiosidad, interés, quizá sorpresa y una mezcla de admiración y desprecio, según el sesgo del observador, sin que nadie pudiera adivinar que apenas unos años después tendría a todo el planeta en jaque y modificaría las condiciones de nuestro presente y futuro como ningún otro acontecimiento lo ha hecho en los últimos cincuenta años.

La Rusia de Putin es una gavilla de reportajes periodísticos agrupados en diversos temas. El más importante, el que obsesionaba a la autora porque a su través veía la descomposición de cualquier promesa de democracia y decencia para su país, era el ejército ruso y su ejecutoria en la guerra de Chechenia: el brutalismo cuartelero contra los propios reclutas y mandos inferiores; los crímenes contra la población chechena y la impunidad que encontraban en un aparato judicial lento y corrompido; la titánica abnegación de las madres de las víctimas, ya fueran soldados rusos o civiles chechenos, en defensa de la memoria de sus hijos, y en ocasiones el comportamiento heroico de algunos oficiales militares en el mero ejercicio de su deber en medio de una estructura criminal y radicalmente corrupta, a lo que se suman ejemplos del abandono de los veteranos condecorados con exiguas pensiones, que mueren de frío en invierno, y del estoicismo de oficiales en activo alojados en cuarteles cochambrosos y con raciones de hambre mientras se ocupan de armamento ultramoderno.

Y todo esto ocurre mientras se produce un vertiginoso cambio en las élites del país, mezcla de la vieja nomenklatura soviética y las nuevas mafias, que se apoderan del aparato productivo y transforman la vida y la suerte de los individuos, de lo que la autora da noticia a través de los avatares de algunas personas de su entorno y de su generación: unas se enriquecen y se tornan cínicas y duras, otras enloquecen y mueren, otras parecen esperar no se sabé qué. Son crónicas periodísticas impecables: nombres y fechas exactos, circunstancias concretas, acciones y consecuencias precisas, que, sin embargo, se despegan de la anécdota para ofrecer un relato de valor universal, un cuadro que concierne al lector casi dos décadas después de ocurridos los hechos que se narran.

El acontecimiento central de estas crónicas, que a la postre constituyen un único relato, acaeció el 23 de octubre de 2003 y fue la ocupación del teatro Dubrovka de Moscú por un grupo terrorista checheno, que tomó como rehenes a los más de ochocientos espectadores que asistían a la representación del musical Nord-Ost para exigir al gobierno ruso la retirada de Chechenia y el fin de la guerra. Las autoridades reaccionaron, como es sabido, gaseando el interior del teatro con el resultado de ciento setenta víctimas mortales, de las que unas ciento treinta eran rehenes. La operación fue declarada secreto de estado, lo que impidió cualquier forma de reparación a las víctimas civiles. Estas fueron desatendidas por el aparato judicial y discriminadas por nacionalidades para segregar a los chechenos contra los que se desplegó, por añadidura, una campaña de persecución xenófoba que afectó a todos los chechenos avecindados en Moscú, que fueron despedidos de sus empleos y expulsados de sus viviendas. El ataque al Teatro Dubrovka tuvo lugar dos años después de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, lo que sirvió para que Putin fuera aceptado en el concierto internacional como socio en la guerra contra el terrorismo global, sus fechorías internas fueran obviadas y sus éxitos jaleados por tipos tan faltos de vergüenza como Berlusconi, que le preguntó cómo hacía para ganar elecciones con el setenta por ciento del voto a favor, y otros menos estrepitosos aunque no menos ambiciosos, como Blair, Schroeder o Sarkozy.

En este contexto histórico, hace falta un coraje moral y una clarividencia intelectual excepcionales para escribir como hizo Anna Politkovskaya: Fue precisamente con el ascenso de Putin al trono del Kremlin, al son de los bombardeos de inicio de la segunda guerra de Chechenia, cuando la sociedad rusa incurrió en un error trágico y profundamente inmoral, debido a su tradicional reticencia a pensar con claridad. Nuestra sociedad optó por ignorar lo que estaba sucediendo realmente en Chechenia, el hecho de que los objetivos de los bombardeos no eran campamentos terroristas, sino ciudades y pueblos, y que cientos de personas inocentes estaban siendo aniquiladas.

En el epílogo de La Rusia de Putin puede leerse también: A Occidente le complacen muchas cosas de Rusia: el vodka, el caviar, el gas, el petróleo, los osos, los propios rusos, tan especiales… El exotismo ruso tiene muy buen mercado. Ni a Europa ni al mundo le interesa, pues, lo que suceda en la séptima parte de la tierra emergida del planeta que ocupa nuestro país…

Es difícil encontrar un diagnóstico más penetrativo y lacónico sobre la visión de Rusia que domina (o dominaba, hasta hace unas semanas) en Occidente, y que sea al mismo tiempo la expresión de la soledad en que podemos imaginar que están las mejores personas de la sociedad rusa. Anna Politkovskaya fue una periodista extraordinaria y, por los años en que escribía estas crónicas, era también un referente internacional, una develadora implacable del despotismo, inquisitiva frente a los hechos, tenaz para darlos a conocer, compasiva con quienes los sufrían, y, como supimos cuando ya era tarde, valiente hasta el heroísmo. Fue asesinada a balazos en el ascensor del edificio de su apartamento en Moscú, el 7 de octubre de 2006.

Estas palabras rastreadas en el epílogo del libro podrían servir de epitafio de la periodista y de profecía a sus contemporáneos: Todo el mundo participa del convencimiento de que hemos vuelto a vivir en la Unión Soviética y que nuestras opiniones han dejado de tener importancia.