La guerra de Ucrania está estancada. Guerra de posiciones, o de trincheras. Los ejércitos, clavados al terreno con pequeños avances y retrocesos sobre tal cota, tal barranco, tal caserío, envueltos en el fragor de la artillería que golpea las posiciones fijas del frente y los puntos de aprovisionamiento en la retaguardia. La paciencia es la clave estratégica. Es un tipo de guerra en la que los rusos son muy buenos y están bien preparados. A los rusos no les va la blitzkrieg, como se vio al principio del conflicto ucraniano. La guerra relámpago es, o era, cosa de los alemanes, que en los años cuarenta conquistaron Europa desde los Pirineos hasta las puertas de Moscú montados en motocicletas con sidecar. Tenían prisa.

Los rusos habitan en un espacio inabarcable y en un tiempo quieto, mítico, en el que conviven Aleksander Nevski, Iván el Terrible, el general Kutúzov y Stalin, un iconostasio bajo la bendición del patriarca Kyril, que se nos aparece ataviado como si saliera de una película de Serguéi Eisenstein. La música de la guerra ha mudado del horrísono chirrido de los stukas en picado a la melodía sibilante de los órganos de Stalin con la que los rusos llegaron hasta Berlín en 1945. Es el escenario que buscaba don Putin. Oriente contra occidente, la santamadrerrusia contra los nazis decadentes, como en los buenos tiempos. Ucrania es la nueva Stalingrado.

En esta parte de Europa estamos entre inquietos y aterrorizados. En primer término porque no nos cabe en la cabeza qué se propone don Putin, y si intentamos imaginarlo es peor. Para gastar menos en ansiolíticos, la imaginación occidental había limitado esta pesadilla a Corea del Norte, un país pintoresco, pequeño y lejano, casi un chiste, y nos resulta imposible entender que se haya materializado en nuestro vecino y proveedor de combustible, la patria de Tolstói, Dostoyevski, Chaikovski, Rajmáninov, con lo que nos gustan, oh. Don Putin tiene algunos objetivos terrenales, desde luego, susceptibles de ser cuantificados y evaluados, como la conquista de la franja ribereña del mar Negro que conecta Crimea, ya en su poder, con Moldavia, otro país frágil donde Rusia tiene establecida una cabeza de puente en Transnistria, y con estas bazas sueñan los europeos occidentales que se puede negociar el fin de la guerra. Paz por territorios.

Pero don Putin se ha embarcado en una cruzada, el restablecimiento del lebensraum ruso, una misión mística, y eso parece innegociable. Don Putin no quiere ocupar Ucrania, ni siquiera derrotarla, quiere hacerla desaparecer del mapa como país diferenciado, borrarla del registro de las nacionesunidas, engullirla de nuevo en la matriz del imperio ruso. Si quedara un pedazo de territorio con el nombre de Ucrania sería política y económicamente inviable, tutelado por Moscú como señuelo para alimentar su propio nacionalismo, una especie de Gibraltar español pero más vulnerable. La panfilia europea occidental está dispuesta a llegar a este punto para no humillar a Rusia, como se dice tontamente. ¿Cómo creen que podemos humillar al estado más extenso del mundo, armado hasta los dientes, y resuelto a convertir su entorno geográfico en su área de influencia, que ha llegado del océano Pacífico hasta Berlín en sus mejores momentos?

Los grandes prebostes de este rabito de Eurasia –Macron, Scholz, Draghi- han ido en formación cerrada y con gran despliegue publicitario a la capital de Ucrania, no se sabe para qué porque, desde luego, no tienen la solución del conflicto en el bolsillo. Quizá para inyectar realpolitik al heroico Zelenski y sugerirle que se rinda un poquito. Son los aliados titubeantes porque están en una situación imposible: proveen (proveemos) de armas para combatir al que les provee de energía.

Una prueba de la decadencia occidental es que por primera vez no podemos conciliar cínicamente la prédica de los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos con los intereses económicos de nuestro sistema productivo. Eso también lo sabe don Putin. Por ende, la guerra es vista con reticencia, cuando no con rechazo creciente, entre los europeos occidentales,  que, siempre propensos a la diversión, llenaron las calles de banderitas ucranianas, como si celebraran una verbena. Este rechazo latente al lío ucraniano se asocia al rechazo a la democracia liberal. Ahora mismo, la campaña de las elecciones andaluzas está dominada por qué hacer con vox, el partido putinesco que es la tercera fuerza en el parlamento español.

Los tanques rusos sobre Ucrania son un seísmo que ha hecho emerger tres fuerzas planetarias contradictorias y enfrentadas entre sí. Una, las democracias occidentales, ya en declive, que tuvieron su momento de apogeo histórico cuando este costoso sistema político era posible por la relación desigual que las metrópolis democráticas mantenían con sus colonias y ex colonias a las que se podía predicar la buena nueva de la ilustración mientras se explotaban sus riquezas naturales y su fuerza del trabajo. Dos, y como consecuencia de la anterior, la eclosión de partidos y programas autoritarios y premodernos, tipo vox, de los que la Rusia de Putin es el paradigma  y que medran en los países cultivados durante dos siglos con la herencia ilustrada. Y tres, por último, los demás países del planeta, que incluyen a la mayoría de la humanidad bajo regímenes autoritarios –China como epítome- y miran con resentimiento y rechazo a occidente mientras esperan a ver en qué termina lo de Ucrania para hacer valer sus intereses. No haría falta decir que esta tercera fuerza, que no es homogénea, es la más importante porque ya hace tiempo que Europa dejó de ser el ombligo del mundo.