Europa después de la guerra de Ucrania, y II

Catorce millones de personas fueron asesinadas entre 1932 y 1945 en un territorio de 1,3 millones de kilómetros cuadrados, poco más que el doble de la extensión de España, que comprende, Países Bálticos, Polonia, Bielorrusia y Ucrania (*).

Tierras de sangre llama el historiador Timothy Snyder a este espacio geográfico en el libro que relata la historia del choque de los dos grandes regímenes totalitarios europeos del siglo XX. Los verdugos fueron Hitler y Stalin, es decir, nazis y soviéticos, secundados en algunos casos por los gobiernos locales de estos países de fronteras mudables y poblaciones multiculturales. El cómputo no incluye a los combatientes regulares caídos en el frente. Los asesinatos masivos fueron por fusilamiento, gas y hambre, estuvieron guiados por una voluntad genocida y las víctimas fueron, hombres, mujeres y niños, campesinos y urbanitas, prisioneros y rehenes, y singularmente la casi totalidad de la mayor población judía de Europa, que se asentaba en estos territorios. El lector no puede evitar que le venga a mientes el famoso apotegma de Karl Marx en el 18 de Brumario de Luis Bonaparte: la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

Los europeos occidentales necesitamos conocer esta historia porque, una vez más y casi un siglo después, estamos abocados a una guerra en Europa y por Europa (la guerra de Putin, como tontamente la llama don Sánchez et alii) que se ha encendido en estas tierras de sangre. En 1945, cuando la pesadilla que describe Snyder había terminado, aún se produjeron corrimientos de fronteras y desplazamientos forzosos de poblaciones, además de la emigración de los pocos judíos supervivientes acosados por un incesante antisemitismo, y el nuevo mapa quedó bajo la férula soviética en el reparto del continente entre los dos imperios vencedores, en el que los estados europeos perdieron con todo merecimiento su soberanía y su peso en el mundo.

En la zona oriental de Europa, el proceso de constitución política de la postguerra fue contradictorio. Los nuevos estados aspiraban a una homogeneidad étnica  y cultural porque el nacionalismo fue el principal motor de la resistencia a la ocupación nazi (como se ve en las películas del polaco  Andrzej Wajda, Kanal y Cenizas y diamantes) y a veces también de la colaboración con esta, aunque resulte menos confesable. Al mismo tiempo, estos países hubieron de aceptar la fuerza militar de la unionsoviética y por último quedaron insertos en un internacionalismo socialista sui géneris que dirigía Moscú. Los equilibrios entre estos dos polos los gestionaban como podían los partidos comunistas nacionales, no sin incidentes graves, como en Hungría (1956) o Checoslovaquia (1968) y otros en los que Rusia imponía su fuerza militar cuando consideraba que el nacionalismo de sus pupilos ponía en riesgo sus intereses.

Estos traumáticos sucesos, implícitos en los acuerdos de Yalta y Postdam, eran observados en occidente con cauta pasividad. El imperialismo soviético era rudo, arcaico y en último extremo disfuncional, pero no amenazaba al estatus occidental y, por el contrario, ayudaba a mantener vivo el discurso occidentalista y pujante su complejo industrial-militar. Los ciudadanos del este europeo asistían a esta parsimoniosa partida de ajedrez con impaciencia e ira. Se sentían traicionados por el discurso liberal de occidente y acreedores de su bienestar económico. Mejor que nadie entendían que el presunto internacionalismo socialista, un concepto de curso legal en occidente, no era más que el arma del nacionalismo ruso.

Así que, en cuanto se desplomó el bloque soviético, los países recién emancipados se apresuraron a pedir la entrada en los clubes occidentales, económico (unioneuropea) y militar (otan), y la característica mezcla de idealismo y codicia que constituye la doctrina imperante en occidente les permitió una entrada inmediata en el círculo de los privilegiados. Hasta que lo intentó Ucrania, un país eslavo y parte histórica del imperio ruso, y provocó una crisis existencial en el viejo oso, rudo, arcaico y disfuncional que vive en el Kremlin. El envite ha provocado una grieta en el paraíso europeo, que los gobiernos intentan fingir que no existe.

Los países de las tierras de sangre  saben lo que se juegan y son intransigentes y beligerantes. No quieren negociar con Moscú y esperan que la guerra de Ucrania termine en una guerra civil en Rusia que acabe con la autocracia. En último extremo, quieren la revancha histórica contra el poderoso y grosero vecino oriental. La probabilidad de una tercera guerra mundial con gran pirotecnia nuclear, que pone los pelos de punta a los occidentales, no les amilana. ¿Podrían unos artefactos nucleares superar los catorce millones de víctimas producidas por medios puramente artesanales? Los países del este desprecian los intentos diplomáticos, por lo demás fallidos, de los franceses y los titubeos de los alemanes, otro enemigo histórico, y han conseguido que los dos países fundadores de la unioneuropea se sometan a sus designios.

Europa bascula hacia el este y, por primera vez en su historia, los países que la forman están llamados a participar en una causa común en la que la democracia no es el principal objetivo (véase Polonia y Hungría ahora mismo) y para la que no tienen ni liderazgo, ni planes, ni recursos, ni quizá el acuerdo de sus sociedades. Despertamos del dulce sueño del pacifismo y estamos al albur de las arengas de Zelenski, la terquedad criminal de Putin y lo que pueda hacer sobre el terreno la inteligencia militar de Biden. Allons enfants.

(*) El autor de Tierras de sangre, Timothy Snyder,  desagrega así la cifra de 14 millones de víctimas: 3,3 millones de ciudadanos soviéticos, la gran mayoría ucranianos, murieron en la hambruna provocada por la colectivización (1932-1933); 300.000 ciudadanos soviéticos, la mayoría polacos y ucranianos, fueron asesinados durante el gran terror estalinista (1937-1938); 200.000 polacos fueron asesinados por los nazis y los soviéticos como consecuencia de la partición de Polonia en el pacto Ribbentrop-Molotov (1939-1941); 4,2 millones de soviéticos, rusos, bielorrusos y ucranianos, fueron asesinados por hambre y trabajos forzados durante la ocupación alemana (1941-1944); 700.000 civiles, la mayoría bielorrusos y polacos, fueron ejecutados por represalias bajo la ocupación alemana, y 5,4 millones de judíos, la mayoría polacos, ucranianos y bielorrusos, fueron gaseados o fusilados por los alemanes en el Holocausto (1941-1944).