Sobre el virus de la corona, 1

No es posible ocultarlo. En el mar de tribulaciones en el que navegamos ahora mismo, la crisis de la monarquía o, como diría la brigada operativa de la policía judicial, el caso Borbón, emerge de entre los vaivenes del oleaje. La solución a esta crisis no vendrá de su interior sino de la desmesura de las otras crisis que la rodean –sanitaria, económica, política-, que tienen al personal al borde del estado de pánico. Curiosamente, la monarquía y su pervivencia funcionarán como el salvavidas de todas las demás crisis. Así ha sido siempre: fue necesario un golpe de estado, el famoso 23f, para que el actual emérito dejara de ser Juan Carlos El Breve en las chirigotas populares y se convirtiera en el tótem de la nación. En España siempre hay un problema de supervivencia –como sociedad, como nación, como estado, como lo que sea- y el buen pueblo, atemorizado, disciplinado, pacífico, acepta siempre el mal menor. El pueblo no piensa, reacciona. La historia le ha afinado el instinto de conservación. La monarquía como mal menor, eso salvará a Felipe VI y dará esperanzas a doña Leonor.

Pero ahora mismo es imposible ocultarlo. La crisis de la monarquía está de actualidad, como las mascarillas, la caída del turismo o los pijos holandeses que no quieren mutualizar la deuda española. Y siempre que una novedad agita la plaza pública, el habla segrega palabras nuevas, unas más certeras que otras, unas más graves que otras, para atrapar y enjaular la cuestión en términos digeribles para el común y para las elites dirigentes. Empecemos por el neologismo más cómico: cortafuegos.

Dicen los que dicen saber que el rey reinante ya ha establecido un cortafuegos entre su padre y la institución de la corona. Sobre las medidas y texturas del cortafuegos se sabe poco. Por lo que llevamos oído, el rey reinante va a privar a su padre del título de rey, así que quedará en emérito a secas, pero, emérito ¿de qué?, y va a desahuciarlo de su domicilio real en el palacio de la Zarzuela, lo que entre otros efectos benéficos alejará al viejo de la mirada reprobadora de su nuera, la reina reinante, lo que no es poca ventaja habida cuenta la cantidad de residencias por el mundo de que le ha provisto la generosidad de sus primos árabes. Al final, el emérito aún disfrutará de un exilio dorado, expresión evocadora de mucho uso en nuestro diccionario histórico que veremos estampada, no lo duden, en la portada de ¡Hola!

El cortafuegos puede evitar, con suerte, la expansión de las llamas pero no oculta la heredad ya quemada y el tótem reducido a cenizas. Un incendio no se olvida nunca. La memoria traerá de actualidad a cada instante, la baja calidad de los materiales que ardieron, las complicidades de que gozó el pirómano, la inoperancia de los bomberos, la pasividad del vecindario. No, no se olvidará y la generación del 78 tendrá que convivir con la vergüenza durante el tiempo que nos quede en el mundo. Don Felipe González, durante muchos años guardián del predio y jefe de bomberos, ha sido el primero en advertirlo y ha pedido que se respete la presunción de inocencia del viejo rey, como hemos hecho siempre, vamos. Así, la tal presunción se extendería como un bálsamo sobre el entorno institucional que le apuntaló en el trono, encubrió sus desmanes y miró para otro lado ante sus (presuntos) delitos. Don González también es viejo, y la única preocupación de los viejos es consigo mismos, que su vida no haya sido un fraude, que su obra no se malbarate, que su memoria no se manche, que la historia no marchite la orla que ostentó en vida. Lo crean o no, este gemido senil es señal de que a la monarquía le queda larga vida. Los partidos de la nueva generación, los que traían la nueva política, ya han demostrado que no saben o no pueden hacer sino vieja política. ¿Habrá reparado don Iglesias Turrión que está en la misma tesitura que Santiago Carrillo en 1975?  

Mañana: Sobre el virus de la corona, y 2: Inviolable.