“Entre la múltiple enumeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX recomienda tan a menudo y tan complacientemente, dos muy importantes han sido olvidados: son el derecho de contradecirse y el derecho de irse”. Charles Baudelaire.

Vivimos en lo que queda de la estela de Baudelaire y los ingleses han ejercido los derechos que reclamaba el poeta. Después de un interminable trance erizado de contradicciones, se han ido de la unioneuropea. Independencia, autodeterminación, empoderamiento, fetiches que menudean en el discurso público de un mundo que ha acortado vertiginosamente las distancias espaciales y temporales, ha adensado la red de conexiones que nos relaciona y ha envuelto en precariedad e incertidumbre la vida de los individuos. El europeo actual es un flâneur aferrado a su smartphone; quiere creer que puede irse, e interactúa compulsivamente con ese aparatito de bolsillo para lograrlo, pero sigue ahí. Baudelaire también anhelaba la huida, pero no pudo vencer la imantación que ejercía París, de la que nunca escapó.

Así que en su demanda de nuevos derechos no hay tanto una necesidad cuanto un anhelo, un malestar sin nombre, como el que han excitado los brexiters. París, Berlín y las otras capitales europeas son ahora una única ciudad uniformada por las leyes comunes, el sistema político y los hábitos sociales; lo que queda de específico en cada una de ellas son vestigios del pasado, arqueología de la memoria pulcramente conservada: edificios monumentales, museos, manifestaciones folclóricas… y Londres no escapa a esta categoría uniforme, solo está al otro lado de un brazo de mar robustamente interconectado con el continente. Irse, pues, ¿a dónde?

Pertenezco a los que han creído que el brexit no tendría lugar porque alguna forma de enjuague político y administrativo entre las partes terminaría por encubrir y aliviar la crudeza del divorcio y, en efecto, el interminable proceso habido entre junio de 2016, en que los brexiters ganaron en el referéndum a los remainers por un apretado margen de 1,8 puntos, hasta ahora mismo invitaba a creer –muchos británicos lo creen aún– que el proceso era reversible. Desde luego, no lo es, pero aún quedan once meses para resolver en qué situación y bajo qué condiciones quedan las relaciones de las dos partes concernidas, y en este último trance aún es posible que el brexit pierda el último adarme de épica que sus promotores quisieron otorgarle sin conseguirlo. Los movimientos independentistas del siglo XXI son lentos, prolijos, fastidiosos y atrozmente aburridos, como sabemos de primera mano por el prusés catalán: caprichos de políticos que gustan de chapotear en el barro de su impotencia para ocultarla y que en el mejor de los casos solo consiguen armar un pollastre de collons, como dijo don Puigdemont, ese aventurero encantado de haberse conocido.

Los parlamentarios europeos han protagonizado una emotiva despedida de sus colegas británicos, algunos de los cuales eran firmes partidarios de la permanencia y agitaban  bufandas alusivas, como hinchas de fútbol cuyo club ha perdido el campeonato. Abrazos, lágrimas y manos que buscaban otras manos para cantar juntos Auld Lang Syne (Por los viejos tiempos), el himno escocés que evoca tanto la despedida como la esperanza del reencuentro. El escribidor tiene que admitir que por un instante ha compartido la emoción que destilaba la escena, que traía el eco del último fuego de campamento en su juventud de scout. Carajo, la primera lágrima por Europa y me veo compartiéndola con don González Pons. Qué traicionera es la vejez. En un lado del hemiciclo estaban los malos, Farage y sus correligionarios brexiters, agitando gallardetes de la Union Jack, el motivo gráfico que se estampaba en calzoncillos y bragas a la venta en las tiendas de Carnaby Street en los años sesenta. Parece una venganza de la historia pero no sabemos de quién o de qué se ha vengado.