Crónicas agostadas 5

Es sabido que el monocultivo económico es una desgracia para el país que depende de él porque de una fatídica manera no es capaz de cohonestar los gigantescos beneficios que aporta con la satisfacción de las necesidades que crea. El resultado son países inestables, desiguales y más que potencialmente corruptos. Y es sabido también que el turismo es la única industria que aquí funciona a todo gas, como puede comprobar cualquier ciudadano de la península con solo trasponer el portal de su casa, ya sea hacia fuera o hacia dentro porque muy a menudo tiene a los turistas arrendados en sus habitaciones y en su cuarto de baño. No debe ser una casualidad que la corrupción política haya medrado en las áreas de mayor atracción turística: el arco mediterráneo y Madrid. Una hipotética razón es que el turismo es un indicador popular del dinero fácil. Fácil de ganar para el emprendedor y fácil de gastar para el consumidor. Aquí es además el emblema del desarrollo, no solo económico, sino social y político del país. Nuestra sensibilidad postfranquista, vale decir, moderna, europeísta, se acuñó en los bikinis de Benidorm, y en esa estela seguimos. Tolerancia y buen rollo es la marca de la casa. Que el turismo resuma, por ende, la economía del futuro –movilidad, servicios de quita y pon, desregulación contractual, negocios informales, globalización de la oferta y la demanda a través de internet, y el carácter viral del fenómeno- añade una dificultad por ahora insuperable para la ordenación del sector. Cualquier incidencia sobre su libérrimo funcionamiento, ya sea una directiva municipal o la acción de unos activistas sobrevenidos provoca una tormenta que pone de relieve la absoluta falta de consenso sobre la cuestión. Nadie quiere a los turistas entre nosotros, y nadie quiere que se vayan. La polémica recuerda la que hubo durante años en este mi pueblo a propósito de los innumerables visitantes de los sanfermines. Nadie habla ya de ello; las fiestas locales se han convertido en un patrimonio virtual de la humanidad, destino que es probablemente el que le espera a otras plazas turísticas. Para frenar el aluvión de turistas en mi pueblo habría que prohibir el encierro y los festejos taurinos, y en Barcelona habría que declarar el barrio gótico reserva especialmente protegida, cercarlo y autorizar las visitas con cuentagotas. Pero, ¿quién quiere eso?, y sobre todo, ¿quién puede hacerlo?