El premioplaneta de novela es el trampantojo más colosal jamás inventado. Este año, las obras seleccionadas son feministas, como corresponde. En sus propios términos de concurso literario, el premio es un fraude. El amaño es un rasgo nacional común a los certámenes de esta clase pero en este caso alcanza tal grado de sofisticación técnica, eficacia comercial y complicidad mediática e institucional, que deja con la boca abierta al más cínico de los observadores.
La cosa funciona así: decenas si no centenares de esforzados escritores ignotos mandan sus originales a la convocatoria a la vez que la editorial conviene la concesión del premio con una celebridad de prosa acreditada y fama reconocida, preferiblemente de moda ese año, cuyas ventas permitan rentabilizar generosamente la inversión. La novela ganadora dura en las librerías y en la memoria de los lectores lo que dura la promoción comercial del premio; luego, ni sus autores quieren acordarse de ella. El señuelo económico del premio es irresistible y ganadores ha habido, como Maruja Torres, que años antes habían denostado del certamen en público y por escrito. Nada hay más frágil que la ética de un intelectual pero ante el premioplaneta, simplemente, esta se derrite como la cera. Fernando Savater, a su turno de ganador, respondió a un periodista que le inquiría sobre la aparente contradicción de que un catedrático de ética hubiera aceptado un premio amañado: es que yo ya estoy jubilado de la cátedra. O mejor aún: sospechar del planeta es como sospechar de los reyes magos.
Quien esto escribe asistió como informador de su periódico, cuando era (nunca dejó de serlo) un plumilla de provincias, a la concesión del premio el año en que lo ganó Terenci Moix y da fe de que en ninguna otra ocasión profesional ha sido objeto de un trato tan narcotizante durante los dos días y pico que duró la liturgia del acto y sus prolegómenos. El objetivo era anegar al observador en un deslumbrado agradecimiento: alojamiento en hoteles de lujo inalcanzable, ruedas de prensa que parecían misas concelebradas envueltas en incienso, regalos de libros y otras baratijas, visitas a bodegas de cava, paseos en yate y ¡la cena final de gran gala! Si un periodista accidental quedaba atontado por este agasajo, podemos imaginar el estado de euforia en que el ganador escribió la novela mientras pensaba en el premio prometido, que Moix, aquel año, dijo que iba a utilizar para el buen fin de pagarse un viaje a su soñado Egipto.
En aquella ocasión, el periodista fue testigo de dos hechos que le impactaron a pesar del sopor en que estaba sumido. El primero fueron unas declaraciones del viejo Lara, creador del premio y fundador de la editorial que lo otorga, en las que con su característico acento andaluz del que nunca quiso desprenderse peroró sobre sus gustos literarios a favor de historias sencillas y contadas con claridad mientras tenía a su lado a José María Valverde, catedrático de estética, asesor de la editorial, miembro del jurado y traductor del Ulises de Joyce, que permanecía con una impasible cara de palo mientras charloteaba su patrón.
La segunda ocasión memorable, casi una metáfora de lo que estaba ocurriendo, fue el postrero acto de cinismo de la organización que en plena cena de gala y a pocos minutos del anuncio del premio organizó entre los presentes una especie de juego de acertijo, con premios, desde luego, sobre quién sería el ganador cuando ya hacía horas que el nombre era de dominio público y seguramente hacia semanas que estaban impresos los ejemplares de la primera edición de la novela que sería puesta a la venta el día siguiente.
Y sin embargo, el invento funciona. El premioplaneta ha dado un plus de felicidad a docenas de escritores no necesariamente infelices antes de recibirlo; ha fomentado la lectura en millones de lectores de dieta baja en calorías literarias, y ha ayudado a la creación de un imperio editorial y económico. Si alguien quisiera un día ensayar una síntesis de cómo ha funcionado España en el último tercio del siglo veinte, qué aún colea, debiera examinar los mecanismos internos del premioplaneta: corrupción en los términos de la ley, desprecio por el mérito y la capacidad a favor de grupos y personas del establecimiento, colusión de las élites empresariales e intelectuales, complicidad mediática e institucional, y una aquiescencia generalizada del pueblo llano que lee un libro al año. También ayudaría a entender la aurea mediocritas de la literatura española de la época.
P.S. La novela ganadora de este año Yo, Julia es de género histórico y feminista y el autor es Santiago Posteguillo, uno de los novelistas históricos más sólidos de la narrativa española actual, según reporta la crónica de La Vanguardia. Tras la cena de gala los invitados rapiñaron sin misericorida los centros de mesa , en los que los ramilletes de flores estaban soportados en libros antiguos prestados a la organización del premio por una librería especializada, que se ha quedado a dos velas. Una de las periodistas invitadas lo anunció jubilosamente en tuiter: «Els estem rapinyant!». Estos libros eran probablemente lo único verdaderamente valioso que había en la cena y el pillaje parece pertinente como final de una fiesta atravesada de vanidad (de la editorial) y de codicia (de los invitados). Los pilladores no solo se consideraban insuficientemente agasajados en medio de la munificencia del acto sino que, como periodistas culturales, no eran capaces de distinguir un libro antiguo de un trasto. O sí, lo que les haría reos de hurto. Eso también forma parte de la atmósfera del premio.
Lo malo es que el amaño Planeta se extiende a todos los numerosos premios de la casa: el Lara, el Primavera, y dos que fueron notables descubridores de narradores brillantes: el Biblioteca Breve y el Nadal cuando dependían de Carlos Barral y del Destino original respectivamente. El cinismo de los ganadores se une a la desmemoria: así, cuando Muñoz Molina exige a los intelectuales españoles la honradez que hay que demandar a nuestros políticos (en Todo lo que era firme o título parecido) y les conjura para no aceptar premios amañanados, debió olvidarse de su propio Planeta o del Bibliotecaa Breve de su esposa. Y el sistema es contagioso: el Alfaguara, el Loewe de poesía y otros de índole nacional se rigen por idénticos compromisos entre agentes y editores. Comentando esto con escritores ingleses y norteamericanos, se resistían a creer que la corrupción estuviera tan extendida en el mundo de las artes. Inocentes.
Amén, Ilustrísima, amén