Las palabras son el negocio de los escritores. Los mejores las crean; los otros enredan con ellas. Viene esto dicho a cuento de la reciente versión, adaptación o traducción -no sé como llamarlo- al español actual que Andrés Trapiello ha hecho de El Quijote. Es una empresa de la que no se entiende su objeto y semeja al intento de construir la catedral de Burgos con las pautas funcionales de la Bauhaus a cargo de un albañil aventajado. ¿Para qué convertir una diadema de joyas preciosas en bisutería? ¿Qué objeto tiene la invitación a los lectores a que declinen remontar el cauce de su idioma para bañarse en una piscina climatizada? ¿Para qué leer a Trapiello si se puede leer a Cervantes? Si se trata de adaptar la novela a la imaginación contemporánea, ya hay centenares de películas, series de televisión y tebeos a este fin. La huella del reautor (¿cómo llamar al que reescribe una novela que no es suya?) se advierte ya en las primeras líneas de la novela, que casi todo el mundo conoce de memoria, donde lanza en astillero traduce por lanza ya olvidada. ¿Cómo puede estar olvidado un objeto que se recuerda en el inicio mismo de la aventura y que es esencial para su desarrollo? Ni Cervantes ni su personaje han olvidado que en la casa hay una lanza, la cual, por ende, identifica la condición y la afición del hidalgo. En astillero significa de manera notoria que ocupa un mueble o armero donde se colocan las lanzas, lo que el diccionario de la RAE recoge como lancera, y si Cervantes hubiera querido dar a la expresión un sentido funcional habría escrito lanza en desuso, y si hubiera optado por un sentido figurado en jerga náutica podría haber escrito lanza en dique seco, lo que también implica al astillero. En desuso es vulgar y en dique seco es manierista y excéntrico, pero en astillero es una formulación a la vez precisa, misteriosa y evocadora, y sin duda común en su época, que ayuda al lector a sumergirse en la umbría del relato, precisamente lo que buscamos en un clásico. Tampoco adarga es exactamente escudo, como resume el enmendante, sino escudo propio de la caballería medieval, de tamaño mediano y ligero, redondo o acorazonado para proteger el tronco del caballero de la lanzada del adversario sin obstaculizar su visión en los duelos individuales. Y ya puestos, ¿por qué ha dejado el reautor que el rocín siguiera siendo rocín y no caballejo o simplemente caballo? Después de todo, Cervantes ya lo tilda de flaco y en ese caso la enmienda habría obviado una redundancia del original. He paseado por Internet en busca de razón a tanto entuerto, que diría el otro, y he encontrado que el propio Trapiello dedica en su blog una explicación a si la lanza estaba en astillero o meramente olvidada. Para apuntalar sus dudas, y por último su decisión, el reautor convoca la opinión de lingüistas y archiveros varios, sin duda muy competentes en lo suyo pero que en un juicio no servirían de mucho a la defensa del acusado. Es quizás un signo de este tiempo gárrulo, muchas explicaciones y nadie sabe dónde está la lanza.
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