Berlusconi ha muerto. Quiere decirse de verdad, con prueba forense acreditada y firmada, porque lo cierto es que parecía una momia incombustible desde hace meses y tan vigorosa y festiva como para dar apoyo al gobierno neofascista de la señora Meloni. Todo en este personaje de leyenda es asombroso desde su inverosímil aparición en la plaza pública.
Después del hundimiento en un mar de corrupción del sistema que siguió a la segunda guerra mundial y creó la república -lo que los neofascistas llaman ahora el consenso progre-, cualquiera hubiera dicho que la sociedad italiana elegiría un parlamento y un gobierno que tuvieran como fines la justicia y la decencia, que, por ende, se encarnaba en una opción concreta entonces con el nombre de mani pulite (manos limpias). Pero no fue así. Los italianos, liberados de la lealtad a los grandes y opresivos partidos patriarcales, democristiano y comunista, prefirieron ponerse el mundo por montera y votar a un cantante de cruceros devenido magnate de la televisión y empresario de fútbol. Los italianos votaron siguiendo instrucciones de su subconsciente y eligieron entretenimiento, oportunismo, codicia e impunidad, qué carajo, si lo ha conseguido ese rapaz de Berlusconi, por qué no voy a conseguirlo yo, fue el lema de la época.
Berlusconi, al que sus compatriotas ennoblecieron con el título de Il Cavaliere, es un personaje emanado de La dolce vita fellinesca, una vez liberado de los dilemas morales que atraviesan la historia que se cuenta en la película. Berlusconi es la buena vida sin culpa ni remordimiento. Igual de vacía y loca, pero libre de cualquier atadura moral o cívica que la empañe. En términos del humanismo clásico, significa el triunfo de la fortuna sobre la virtud, y es un modelo exitoso en los imperios en decadencia, imitado por Trump y a su manera sombría también por Putin, amigo del difunto.
Los ciudadanos sienten que este alivio de la carga moral es necesario para sobrevivir en un ecosistema marcado por el azar, la competencia y la precariedad, lo que convierte a Berlusconi en el santo patrón del sindiós que se enseñorea de nuestras sociedades. Paolo Sorrentino, el más felliniano de los cineastas en activo, ha tratado largamente al personaje, envolviendo el lujo y derroche de su vida de emperador romano en una atmósfera gélida y antipática, en la confianza de que este contraste pueda activar la conciencia del espectador.
En realidad, el tiempo del examen de conciencia ya ha pasado porque el berlusconismo ha mutado en neofascismo. No es casualidad que el último acto político de la momia difunta haya sido formar parte en minoría del actual gobierno italiano. Al parecer, el votante medio ha descubierto que no le espera ninguna piscina de burbujas llena de niñas menores para bailarle el agua pero, lejos de deprimirse o lamentarlo, se ha lanzado a la búsqueda de culpables: los inmigrantes, las feministas, los ecologistas y demás plagas que han crecido en la fiebre de la crisis. La batalla política que se libra ahora mismo en Europa se debe a la frustración de una clase media que quiere recuperar el sueño del bunga bunga, lo que nos lleva a otra película italiana: Salò, de Pier Paolo Pasolini.