Viaja sentado en un autobús urbano con la mirada distraídamente posada en los cartelones electorales que cuelgan de las farolas. Rostros desvaídos, mensajes inanes. Adelante, contigo, actúa, vamos, son los términos apelativos de las distintas marcas. Repetidos e intercambiables. En tiempos de incertidumbre, los políticos han renunciado a la consigna y han optado por la jaculatoria. La propaganda electoral hace suyo un axioma que a los electores mismos les cuesta comprender y sobre todo aceptar: no hay ninguna posibilidad de un voto racional.
El viejo echa mano de la única herramienta intelectiva que le queda, la memoria, la loca de la casa, y se dice a sí mismo que no ha dejado de votar en ninguna de las innumerables convocatorias habidas desde el quince de diciembre de 1976, fecha fundacional de la democracia, pero no podría enunciar ni un solo fruto concreto derivado de tan tenaz voluntad cívica. La democracia le fue otorgada a su generación como un accidente de la historia y, si hubiera votado a otras candidaturas, las cosas serían más menos como son ahora. El voto nos hace corresponsables del resultado pero no de sus efectos. Las papeletas son la pulpa con la que se fabrica el papel del boletín oficial pero un simple vistazo nos revela que una papeleta de voto y una página del boletín son materia distinta, incluso al tacto, ya no digamos respecto al contenido y su función.
El voto del viejo siempre fue testimonial a favor de una izquierda congelada por los rigores de la historia. En un par de comicios votó en blanco y en otro lo hizo por el partido canábico. Debió ser en momentos en que le pareció insoportable la percepción de lejanía que separa la política de la circunstancia personal. Luego, a su jubilación creyó que el mundo empezaba de nuevo y dio su voto juvenil a los podemitas, a los que ha sido fiel durante casi una década para terminar dándose cuenta que el partido morado (un color premonitorio) envejece más rápido que él mismo.
Los dos votos que el viejo recuerda impulsados por una emoción agónica corresponden a las dos únicas ocasiones en que ha votado al pesoe, a don Zapatero, para ser precisos, en las elecciones generales de marzo de 2004 y de 2008. En la primera, a pocos días de los atentados de Atocha, se trataba de parar al enloquecido don Aznar, que no se presentaba a las elecciones pero era el responsable del sindiós que reinó en el país esos días y que se había acumulado después de dos legislaturas de rapiña y corrupción en el interior y belicismo en el exterior. Derecha en estado puro. Cuatro años después se trataba de defender los derechos civiles ganados bajo el gobierno de don Zapatero y brutalmente contestados en manifestaciones callejeras que encabezaba el moderado don Rajoy y en las que participaban los obispos tocados con gorrillas de tractorista.
Estamos en una tesitura muy parecida a la de aquellos días, quizá más grave porque los instintos naturales de la derecha española se ven reforzados por el trumpismo que ha hecho presa en ella y en buena parte de las derechas europeas. La brutal aparición del tóxico don Aznar, el tipo que más veces ha mentido al país desde que se tiene memoria, y su último escupitajo sobre la mendaz suelta de terroristas envía una señal inequívoca. Por ende, esta vez la derecha viene flanqueada por los squadristi voxianos. En la medida que esta ola reaccionaria pueda ser detenida, solo el pesoe puede hacerlo, por la cuenta que le trae. Y conviene que se sepa que ha recibido los votos que sus electores le han dado y que la derecha se dispone a impugnar, de acuerdo con el manual trumpista, tal como ha anunciado don González Pons, otro moderado.
El viejo no ha perdido la chaveta, o no mucho. No se le olvida que a don Zapatero se le acabó el carrete cuando sometió la soberanía nacional a las exigencias de los tenedores de la deuda pública, y tiene presente que gran parte del tembloroso éxito de don Sánchez se debe a los fondos europeos post pandemia. Así que la eficacia de las urnas está al albur de decisiones sobre las que el voto no ejerce ninguna influencia. Esta certeza sería un incentivo para la abstención si se votase para ganar pero el viejo vota para sobrevivir, con la promesa cercana de que en uno o dos periodos electorales tendrá que preocuparse más de su pañal que de su papeleta, y eso con suerte.