Un rasgo de la vejez es el sentimiento de fraude de tu vida pasada. No importa que haya sido razonablemente grata y exitosa y que, en buena medida, hayas hecho lo que has querido. A la vejez, ninguna vida es una buena vida. El pasado se vuelve sardónico y se ríe de ti. Ser viejo no es buen momento para cumplir el anhelo que te acompañó desde la cuna. Ser rey a los setenta y cuatro años es una broma para ti y para tus súbditos. Incluso para los pánfilos que han montado guardia durante horas para ver pasar la carroza que te lleva al trono en la creencia de que podrán contarlo a sus hijos y estos les escucharán arrobados. En cierto momento de la ceremonia, no sabrán si el que pasa ante sus ojos en el carruaje está vivo o muerto. Una coronación, un bautizo, una graduación escolar, un billete premiado de la lotería, son circunstancias aurorales convertidas en bromas pesadas cuando apenas te sostienen las piernas.

La coronación real es una de esas liturgias que funde la vida pasajera y la vida eterna y quizá solo tres civilizaciones la han elevado a la condición excelsa de obra de arte: el antiguo Egipto, la iglesia católica y la monarquía inglesa. En el núcleo de estas ceremonias hay un tipo del que no sabemos si está vivo o muerto  -el faraón, el mesías y el rey, respectivamente- y en esta versión del gato de Schödinger reside la fascinación que ejerce el ritual. El delirante ceremonial es tan hipnótico y absorbente que quienes se oponen a él resultan ridículos: no se puede ejercer de ateo en la plaza de San Pedro ni de republicano en el Mall de Londres, y no porque esté prohibido (bueno, un poco sí) sino porque es anecdótico.

También es de mal gusto fijarse en el individuo que encarna esta maravilla. En este caso, un vejete de grandes orejas y manezuelas amorcilladas, mirada triste y gesto apocado, irritable y colérico, viudo de un mito pop, cegadoramente rico, patriarca de una familia destartalada y jefe de un linaje parasitario, que acude al destino que le está reservado al cobijo de una mujer que ha ejercido de amor juvenil, compañera de cuitas, madre adoptiva y ahora aya de su segunda infancia. Y por último, también está feo fijarse  en los detalles del atrezo legendario que da vitola al acontecimiento; por ejemplo, el pedrusco al que llaman la piedra de Jacob, que va y viene de Escocia para estos menesteres y sobre el que el rey coronado sienta sus posaderas para nutrirse de la magia que irradia.

El fulgor del acontecimiento, generosamente televisado, nos impide saber cómo asistirán a esta epifanía en el resto del mundo donde rigen repúblicas, pero sí podemos aventurar cómo lo vemos en esta monarquía menesterosa de la que malamente podemos sentirnos orgullosos. Diríamos que hay monarquías que dan seguridad a sus súbditos y otras en que los súbditos dan seguridad al monarca. En las primeras, todo es ostentoso y diáfano; en las segundas, furtivo y opaco. En unas, diríase que es el monarca el que ha construido la nación y los oropeles de la corona son la fortaleza del país; en otras, es la nación la que ha construido la monarquía y esta resulta, a imagen del país que la ha creado, cojitranca, taimada, azarosa. Adivinen a qué categoría pertenece la monarquía en la que viven y, ya puestos en adivinanzas, intenten responder a la pregunta ¿qué hubiera hecho doña Ayuso con este protocolo real  para conseguir ser ella la  coronada como reina de Inglaterra?