Esta mañana de juevesanto la tele pública que administra el gobierno socialcomunista de don Sánchez ha dedicado un prolijo espacio a reportar sobre la procesión del cristo de la buena muerte en Málaga, uno de los espectáculos del folclore primaveral más grotescos que puedan imaginarse, comparado con el cual los sanfermines o la oktoberfest parecen un modelo de sensatez y civismo. Unos muchachotes bien alimentados llevan en alza a un guiñapo renegrido al que no se le pueden inferir ya más sevicias y tormentos. Esto es a lo que, en esta circunstancia, se llama una buena muerte, la que cualquier madre desearía para su hijo.
Los muchachotes, por si no fuera obvia la mera exhibición de su musculatura portando al maltratado difunto, cantan con ardor guerrero: soy el novio de la muerteee, un cuplé adoptado como himno por un cuerpo militar creado para masacrar al adversario en guerras del fin del mundo. No es mala idea llevarte la novia a una masacre como quien la lleva a una verbena. Los ancestros de los tipos que ahora portan el guiñapo empalaban en sus bayonetas las cabezas de otros guiñapos, tan renegridos como el que pasean ahora ante la fervorina popular.
Bien mirado, no hay nada de excepcional en ello. Todos somos novios de la muerte; a unos nos trata con cierta condescendencia, incluso diríamos que nos cuida a la espera del día de la boda, y con otros se porta como una mujer fatal y los deja tirados en la flor de la vida, como hizo con el guiñapo que ahora portan esos mocetones. Es una novia inevitable y la única actitud posible es la que fingen los porteadores: hinchar el pecho, alzar la quijada y retar a la novia, ¡hey, ven si te atreves!, como hacen los toreros en la plaza. No por eso el ritual es menos grotesco.
¿Cómo sostener esta antigualla festiva en un tiempo de vertiginoso cambio? No crean, no es fácil y los pensadores de derecha se estrujan las meninges al intentarlo. Este año, el diario El Mundo renueva la tradición con el siguiente titular: Legionarios musulmanes, en la procesión de Málaga: Mi Dios es Alá, pero el Cristo de la Buena Muerte es mi protector. Bravo, bizarros mozalbetes, os habéis ganado una tunda de latigazos en cualquiera de los países donde los europeos celebramos los campeonatos de fútbol y donde se refugian los evasores de impuestos y nuestros reyes indignos, que a menudo son la misma gente.
Por bastante menos que esta gallarda afirmación legionaria, se dictó hace treinta y cuatro años una condena a muerte contra el escritor Salman Rushdie, que finalmente le costó un ojo y la movilidad de una mano cuando se ejecutó la fetua en agosto pasado. Dad gracias, pues, novios de la muerte, porque estáis en un país donde la religión es una astracanada inoperante y, si ese es el precio que hay que pagar para que no se convierta en una práctica criminal, larga vida al cristo de la buena muerte y a los aguerridos guerreros que lo sacan de paseo y concluyen la faena adornándose con verónicas y gaoneras ejecutadas con el fusil de asalto.