El abuelo Cebolleta no pudo recuperar el tiempo perdido. En las reuniones familiares siempre hay un cuñado -en este caso fue el gamberro de don Sánchez-Dragó- que, por hacer una gracieta, reclama que hable el abuelo de sus batallitas y amoneste a los jóvenes por ser jóvenes, pero estos se aburren pronto de la ocurrencia y el viejo se pasa la velada procurando que la dentadura no se le caiga en la sopa. Cuando le llegó el turno de palabra, el efecto Tamames ya estaba amortizado y el personaje, exhausto y perplejo.
La vanidad, que fue el motor del candidato, ya había sido sometida a prueba apenas se anunció su candidatura semanas atrás y lo que para él había de ser un domingo de ramos se convirtió en viernes de pasión. Cuando el anciano entró en la sede del congreso apoyado en su bastón y en el hombro de un ujier ya era un meme. Los participantes en la velada ya habían decidido que nada de lo que dijera concernía a sus intereses. En el prólogo, el voxiano proponente abrió la sesión con un discurso de machote voxiano para tapar las flaquezas de su propia iniciativa, y el presidente del gobierno, que le esperaba, le replicó largo y tendido. Se ve que tenemos todo el tiempo del mundo, gimió el candidato, para el que por razones obvias el tiempo es un bien escaso. Su petición de que se recortara la duración de las intervenciones provocó una carcajada unánime.
No obstante, los diputados de todos los colores se habían conjurado para contener la risa durante la sesión por respeto más al procedimiento constitucional que al insólito carcamal que quería protagonizarlo, y cumplieron la consigna con tal rigor que parecieron embalsamados durante toda la jornada. Nunca se ha visto un parlamento tan circunspecto durante una sesión de gala, hasta el punto de que don Abascal se permitiera recriminar la informalidad indumentaria de algunos diputados en tan magno acontecimiento. Ciertamente, una asamblea de levita y chistera, y pamelas emplumadas en las cabezas de las señoras diputadas, hubiera sido quizá más pertinente; después de todo, se recreaba un ambiente de magdalena proustiana.
La forzada calma del auditorio permitió escuchar al señor Tamames, lo que no le favoreció pues su mensaje fue una perorata de datos inconexos y ensoñaciones privadas envueltos en la doctrina propia de sus valedores de extrema derecha. La apología apenas velada de un tiempo pasado, uniforme y dictatorial. Mujeres, ustedes utilizan las mujeres como moneda de cambio; para mujeres ya tenemos a Isabel la Católica, fue uno de los destellos de su discurso. Don Ramón Tamames incumplió un mandato básico de este procedimiento, que le obligaba a presentar un programa de gobierno, y esa omisión, imputable a su propósito y al descabalado modo como se urdió la moción de censura, le libró de un debate más duro. No es un orate, tiene la cabeza razonablemente bien amueblada para su edad y algunos de los temas que apuntó no carecían de interés pero él había venido no a debatir sino a señalar las pruebas de cargo para derribar al gobierno. Sin duda, le sorprendió e irritó que no le hicieran el caso que esperaba. Esta no es manera de recibir a nadie, ha protestado.
Él se veía como el padre de la nación rodeado por sus hijos y discípulos, que se interesan por sus enseñanzas, aprecian su sabiduría y muestran en sus réplicas el provecho de sus lecciones. Cuando despertó de este sueño, perdió el interés por lo que ocurría a su alrededor y enmudeció. En las horas siguientes, la cámara de televisión se paseó por su rostro ofreciendo una imagen patética de fatiga y desorientación. El anciano parecía comprobar, con el estupor que es propio de estas revelaciones, que el mundo funciona sin contar con él, aunque nunca hay que desestimar la vanidad de los vanidosos y quizá pensase que él ya había cumplido con su misión de guiar al pueblo y, si el pueblo no le hace caso ahora, habrá otra ocasión; después de todo solo tiene noventa años y está hecho un chaval. Ese fue el espíritu de su última intervención, que cerró el debate y en la que repitió algunos de los tópicos de su discurso, que habían sido desdeñados por sus oponentes pero que él considera medulares para el bien de la patria; se reivindicó a sí mismo (nadie lo habría hecho en su nombre) y dio las gracias a todos, que es la manera de dárselas a sí mismo.
La constitución española es muy conservadora en lo que se refiere a instituciones y procedimientos y la reglamentación de la moción de censura exige un esfuerzo titánico para que llegue a buen puerto: el gobierno al que se pretende sustituir debe estar muy desgastado, los proponentes han de presentar un candidato creíble y un programa robusto y reconocible, y han de entrar en la sesión con acuerdos previos que les den la certeza de que hay una mayoría alternativa. Este artefacto solo ha funcionado una vez y no ha sido esta, donde ni siquiera se ha intentado. Proponentes y replicantes se preguntaban para qué se ha montado este circo.
Entretanto llega la respuesta, los agentes operativos han obviado al señor Tamames para ir a lo suyo. Para el gobierno ha sido el escenario del primer mitin de este año de elecciones. Don Sánchez ha aprovechado sus prerrogativas como presidente del gobierno, ha exhibido sus poderes y ha presentado su papeleta electoral con doña Yolanda Díaz de vicepresidenta. El discurso de ambos fue contundente, con el único objetivo de que la audiencia no piense en otro elefante que el que propone el gobierno: la exitosa política económica y la expansiva política social de corte socialdemócrata en las peores circunstancias posibles de pandemia, guerra, inflación, etcétera.
Don Sánchez y doña Díaz tenían además otros objetivos más específicos. El primero, sacar al pepé del burladero en que se ha refugiado durante este procedimiento. No lo ha conseguido ni por alusiones; don Feijóo y los suyos han dado un perfil bajo, tanto que han pasado el trance bajo tierra y sin asomar la cresta. El segundo objetivo, a cargo de la vicepresidenta, ha sido pregonar la fortaleza de la coalición de gobierno citando a sus compañeros y compañeras de gabinete por su nombre y sus méritos para restañar las grietas habidas en los días pasados y de paso justificar la estrategia de su proyecto sumar.
Y fin. El candidato incontinente, caló el chapeo, requirió la espada (bastón, en este caso), miró al soslayo, fuese y no hubo nada.