Unos de los chistes macabros del exilio republicano español era el relato de los encuentros de exiliados en París o Ciudad de México a la gresca por definir quién era el responsable de su común aflicción. Los anarquistas acusaban a los comunistas, y viceversa; los republicanos señalaban a los socialistas; los prietistas a los negrinistas, estos a los casadistas y por ahí seguido en un bucle infernal y estéril hasta la derrota definitiva.

Sabemos que eso que llamamos la izquierda es una constelación del organismos independientes cada uno de ellos portador de su propia y específica fórmula para transformar este valle de lágrimas en un paraíso de libres e iguales, que diría doña Cayetana. En temperaturas templadas y de baja presión, estos organismos, que pueden ser muy pintureros, se acercan unos a otros, se tocan entre sí para reconocerse, cooperan en algunas circunstancias y pueden llegar a componer una coreografía sublime en momentos excepcionales y fugaces. Pero cuando la temperatura y la presión ambientales aumentan por cualquier causa –la proximidad de unas elecciones, por ejemplo- las izquierdas hacen aquello para lo que están programadas. Se dispersan, se irritan, se enfrentan entre sí y, en un santiamén, desaparecen del escenario. Vuelven al poco como si nada hubiera pasado, se miran de reojo, saludan al respetable con alguna ocurrencia exculpatoria sacada  del repertorio moral de Homer  Simpsonyo no he sido, ha sido este– y vuelta a empezar.

En pocos meses, las proliferantes izquierdas del parlamento español se han infligido a sí mismas tres sonoras derrotas en otros tantos proyectos legislativos, que al decir del tópico periodístico eran claves en el proceso de transformación social que habría de ejecutar el primer gobierno de coalición de izquierdas  desde la República, como si este hito significara algo distinto a otra derrota. Primero, el real decreto de la reforma laboral, que habría de dotar de estabilidad al mercado de trabajo y devolver derechos que se habían arrebatado a los trabajadores, se aprobó de chiripa por el voto errático de un diputado cantamañanas de la derecha. Segundo, la ley del sí es sí, cuyo primer efecto ha sido una larga lista de reducciones de penas a convictos de agresión sexual, se reformará merced a los votos de la derecha, que no puede creerse esta suerte sobrevenida e inesperada, después de que los socios de gobierno partieran peras agriamente arrastrando tras de sí en la división a la mayoría de investidura.

Y, por último, la ley mordaza no se derogará, ni total ni parcialmente, y quedará para el próximo gobierno, que muy bien podría utilizarla contra los mismos que han querido que siga intacta en el corpus legislativo, a pesar de la unánime y proclamada voluntad del gobierno y sus socios de acabar con esta ley reaccionaria diseñada para restringir los derechos de reunión y manifestación y dar poderes extraordinarios a la policía sin control judicial.  Para el disenso y la ruptura cualquier detalle vale: el consentimiento, las pelotas de goma, las devoluciones en caliente, cualquier pretexto, real o inventado, vale. Es el narcisismo de las pequeñas diferencias, que definió Freud. Los responsables de estos desaguisados ¿son conscientes del hastío y el desánimo que sus veleidades inyectan en su electorado? En fin, ellos y sus electores sabrán lo que hacen.