Esos hombres separados de las estructuras sociales que les recuerdan quiénes son…
Tú querrías ser invisible, pero es imposible, te conviertes en la depositaria de la ira, la tristeza, la soledad y el aislamiento de esos hombres que, separados de las estructuras sociales que les recuerdan quiénes son, la mayoría se convierten en bestias.
Así resume Kate Beaton su experiencia como trabajadora en los campos de arenas bituminosas de la provincia de Alberta (Canadá) a donde fue para ganar el dinero que le permitiría saldar la deuda de los préstamos universitarios recibidos para cursar la carrera de antropología. La zona es un entorno laboral en el que las mujeres constituyen el dos por ciento de los empleados, tipos que pasan largas temporadas de trabajo duro en un espacio inhóspito e insalubre. Beaton ha llevado esta experiencia, en la que fue violada dos veces, a un relato en formato gráfico titulado Patos (Norma Editorial). ¿Fue Kate Beaton en esta circunstancia una mujer fatal?
Al viejo le llamó la atención la frase de la autora –esos hombres separados de las estructuras sociales que les recuerdan quienes son- porque era lo que él mismo había pensado dos días atrás mientras asistía como oyente a una charla sobre la literatura de la mujer fatal y en la que tuvo la intuición de que era el desarraigo masculino la causa estructural que genera el mito de la mujer fatal y no el deseo, como se sostuvo en el coloquio celebrado en la Biblioteca de Navarra alrededor del contenido del libro Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine, de Elisenda Julibert (Editorial Acantilado). En este ensayo, la autora examina ciertos ejemplos literarios y cinematográficos de relaciones amorosas perversas y se pregunta si el carácter funesto que se atribuye a estas mujeres calificadas de fatales no es sino la expresión de un deseo masculino aciago. Es una conclusión discutible. El deseo es la fuerza genérica que nos une a los sujetos y objetos del mundo. Es una fuerza ciega pero no necesariamente aciaga. La fatalidad de la mujer tiene su origen en este caso en una particular posición de desarraigo masculino, como señala Kate Beaton en su historia gráfica. Las líneas siguientes son un intento de explicación de esta idea.
El acto de la Biblioteca se articuló como un diálogo entre la autora y el crítico Roberto Valencia. Este formato estereofónico enfrenta a menudo dos hilos argumentales incompatibles e incongruentes entre sí a los que el oyente debe estar atento con gran esfuerzo por su parte, lo que a su vez favorece que sus propios pensamientos vuelen libremente, ajenos a lo que se dice en el estrado, y fue en esta distraída circunstancia en la que el viejo pensó que quizá la primera mujer fatal de la literatura moderna es Dulcinea del Toboso, Aldonza Lorenzo, que inspira las chifladuras del pobre hidalgo y da sentido a su vida extraviada. Cuando este personaje de ensueño aparece en la novela es una campesina que no quiere saber nada de los méritos, y las responsabilidades, que le atribuye el Caballero de la Triste Figura. La reacción de Dulcinea/Aldonza es previsible y natural. Ninguna mujer se considera fatal ni conoce a ninguna otra que lo sea, pero sin duda muchas se han visto en este papel que le es asignado por el hombre y del que querrían escapar, si pudieran. La fase siguiente de la relación fatal es sortear el acoso del amante desesperado y, con suerte, evitar el desenlace, este sí, fatal de verdad.
No debe ser casualidad que la primera mujer a la que puede atribuirse el carácter de fatal aparezca en la novela fundacional de la modernidad. Don Quijote es un desarraigado que vive en un mundo ya acabado, en el quicio entre las edades media y moderna de la civilización occidental. Un tipo solitario, extravagante, desenraizado, descabalgado del progreso material, que ve gigantes en los molinos de viento y necesita inventarse a sí mismo, para lo que requiere el soporte de una mujer idealizada, la cual rechaza verse en este papel que significa una servidumbre adicional y es en este rechazo cuando recibe el calificativo de fatal. Don Quijote/Alonso Quijano responde a la definición que da Kate Beaton de esos hombres separados de las estructuras sociales que les recuerdan quiénes son, si bien el hidalgo manchego no se convierte en una bestia sino en un ser sublime precisamente por la compañía de su escudero y la compasión de familiares y vecinos cuando le llega la muerte en su casa, es decir, cuando vuelve a las estructuras sociales que le recuerdan quién es.
El romanticismo elevará el desarraigo de Don Quijote al rango de paradigma existencial y estético. Los personajes de ficción que examina Elisenda Julibert son posteriores y herederos de la eclosión romántica y todos son, de un modo u otro, desarraigados, expulsados de su casa natal, derrotados en la lucha entre machos por el poder que da la propiedad, la cátedra académica, el dinero o el estatus social heredado. La mujer portadora de la fatalidad aparece en sus vidas como un paliativo de su derrota existencial previa como hombres. Ferguson, en Vértigo de Alfred Hitchcock, es un ex policía obligado a jubilarse en condiciones humillantes porque padece vértigo; Humbert Humbert, en Lolita de Vladimir Nabokov, es un exiliado cultural, como el mismo autor de la novela, que busca una pensión para alojarse y un centro de enseñanza donde ejercer como profesor y ganarse la vida. El Mathieu de Ese oscuro objeto del deseo es un personaje recurrente en el cine de Luis Buñuel, repetidamente interpretado por el actor Fernando Rey en otras películas del cineasta aragonés, como las galdosianas Viriana o Tristana; es el burgués rentista y desocupado, parasitario por tanto de su propia clase, que mariposea con las mujeres haciendo ver, para sí y para los demás, que son el amor de su vida cuando en realidad solo encarnan las ensoñaciones de su propia impotencia como sujeto social y en consecuencia como amante.
El ancestro e inspirador de estos personajes, sugiere Elisenda Julibert, es el Don José de la femme fatale por excelencia: Carmen. El padre de esta criatura, Prosper Merimée, era un misógino arrebatado, autor de la siguiente afirmación: existen dos tipos de mujeres: aquellas que merecen el sacrificio de tu vida y las que valen entre cinco y cuarenta francos. En su novela, Merimée convierte un arquetipo literario en un personaje de la cultura popular de su época, que encarna todos los tópicos destilados por el romanticismo europeo y singularmente francés, no solo amorosos sino también raciales, sociales y geográficos. En la trama del relato, la historieta de Carmen se nos hace respetable porque nos llega a través de un sedicente arqueólogo francés, trasunto del autor, que la oye del desdichado protagonista masculino. España era para los viajeros europeos del siglo XIX un territorio salvaje, atrasado, anárquico y pasional, el escenario natural para representar la lucha entre el orden, encarnado por el guripa Don José y el universo asilvestrado pero fascinante de una mujer de gran sensualidad, descaro y astucia, poseedora de artes de seducción desconocidas, que terminan por arrastrar al crimen y a la perdición al guripa simplón.
La historia tiene lugar en una folclórica Andalucía lo que ha llevado a identificar Carmen como un tipismo español, que bajo la dictadura de Franco se quiso enmendar convirtiéndolo en un dechado de virtudes nacionalcatólicas resumido en la copla de Juanita Reina, que se presenta como Carmen pero no la de Merimée. En este barullo folclórico de peinetas y navajas cabriteras el autor de la novela ha deslizado un detalle que suele pasar desapercibido, aunque no entre los naturales de esta remota provincia subpirenaica, como recordó el crítico Roberto Valencia en el coloquio. Don José se apellida Lizarrabengoa y es un vasco natural de la localidad de Elizondo, lo que explicaría el desarraigo que, según la hipótesis que intentamos sentar, es característico de las víctimas de las mujeres fatales.
El desarraigo de Don José no es solo geográfico sino existencial. Si un joven campesino vasco se convierte en funcionario del Estado es porque ha sido expulsado de la casa familiar por la institución del mayorazgo. Don José es un segundón, un desterrado, un hombre que debe hacerse a sí mismo en el vacío del mundo; una víctima inerme, en fin, de las tentaciones de este. Merimée debió componer el argumento con historias que le fueron contadas durante su estancia en el País Vasco-Francés donde estuvo comisionado por el gobierno de París para hacer un censo de monumentos históricos de la región. Ante Don José, que confiesa su origen elizondarra, Carmen se presenta como natural de la vecina localidad de Etxalar y entrambos intercambian algunas palabras y frases cortas en euskera. Pero el carácter natalicio de Carmen bien podría ser una argucia para engatusar al aldeanico que tiene enfrente porque Carmen es gitana, miembro de un pueblo desechado, sin origen ni destino, y aquí entra un rasgo nuevo de la mujer fatal, característico del siglo XIX: la raza.
Hoy, la ópera de Georges Bizet es más conocida que la novela en la que se inspira. El compositor estaba empeñado en ella a pesar de la resistencia que oponían los dueños de la Opéra Comique, que le hicieron el encargo y no veían propio para un público familiar una historia en que se ponía en escena esa tormenta de pasión y crimen. Pero Bizet es un hombre inseguro, que necesita afirmarse en su oficio, y lo bastante tenaz para salirse con la suya, a pesar de los numerosos obstáculos y resistencias con que se encontró en la producción; entre otras, las cantantes de coro se negaban a salir a escena fumando como prostitutas. El estreno fue accidentado y la aceptación de la obra no fue fácil ni inmediata. La arriscada Carmen enfurecía a los hombres que pagaban el abono de la ópera y ocupaban su asiento en la platea. El mundillo musical francés se preguntaba en quién se ha inspirado Bizet para componer ese personaje tan diabólico y potente.
La respuesta está en casa; las mujeres fatales, como los malos sueños, siempre están en casa. Bizet se había enamorado de Geneviève Halévy, la joven hija de su maestro del conservatorio Jacques-Fromental Halévy, judío sefardí y autor de la ópera La juive. En la familia Halévy se daban casos de desequilibrio mental, afecciones nerviosas, como se decía entonces, que también padeció Geneviève. La convivencia del compositor con su esposa es accidentada; el carácter y las reacciones de Geneviève desquician a Georges. Ella se desentiende de la carrera del compositor y frecuenta otros amantes. Él enferma, muere y ella sigue su vida, se casa de nuevo, monta veladas en su lujoso apartamento a las que acuden artistas, músicos y escritores, que la anfitriona pastorea sentada en un gran sillón de orejas. Es una mujer a la que le importan un pito las cuitas de los hombres que la rodean. Bizet cree que Carmen es judía, como su esposa, y que Merimée la hizo gitana para ocultar su verdadera condición, y atribuye el posterior éxito de la ópera a que el público veía en ella a una judía. Ninguna heroína gitana hubiera despertado el interés y las pasiones que despertó Carmen en Francia, escribe Norman Lebrecht en su ensayo histórico sobre la floreciente huella judía en la cultura europea entre 1847 y 1947. Fuera de inspiración gitana o judía, la racialización de Carmen la entronca en el linaje mitológico que se remonta a Medea en la tragedia clásica, otra mujer fatal tildada de hechicera y que no pertenecía al ethnos griego de su marido Jasón, como Geneviève no pertenecía al de Georges Bizet. En el siglo XIX se incubó en Europa el nacionalismo étnico y se reavivó el antisemitismo; el estreno operístico de Carmen tuvo lugar en la época de Jean Arthur de Gobineau, padre del racismo de pretensiones científicas, y a pocos años del estallido del caso Dreyfuss, en el preámbulo de la gran vergüenza europea.
En el siglo XX, el héroe romántico se pierde en la multitud; la masa es la nueva protagonista de la historia. El varón atribulado por la mujer fatal se convierte en un ser anticuado, menguado, ridículo, como señala Elisenda Julibert. Humbert, el raptor de Lolita, es patético, además de peligroso y tóxico; Ferguson, el detective de Vértigo, se convierte en un necrófilo; Mathieu, el viejo melancólico de Ese oscuro objeto de deseo, está ahí para que una muchacha interrumpa su lastimosa perorata arrojándole encima un cubo de agua fría. La fatalidad que se atribuye a la mujer arquetípica se ha difuminado, democratizado, diríamos, y los hombres la ven como un rasgo universal en sus compañeras. Cada vez que la vida real no es como ellos la habían querido, levantan la vista y encuentran la fatalidad en la mujer que tienen al lado, y descargan sobre ella su ira, a la que llaman deseo. El desarraigo masculino se ha multiplicado exponencialmente en las sociedades industriales y postindustriales y su reflejo en la mujer fatal, también. Las novelas de mujeres fatales se han trasladado a la sección de sucesos del telediario y se nos ofrecen en forma de estadísticas de violencia machista.
La protagonista de Kate Beaton carece del hechizo de Carmen, del aura pubescente de Lolita, de la impostura de la Madeleine de Hitchcock y no tiene la doble cara de la Conchita de Buñuel; es solo una graduada en antropología que necesita dinero y trabaja en un entorno masculino y masculinizado en el que cada mirada la convierte, no en un objeto de deseo sino en el espejo de las frustraciones de quien la mira. Una fatalidad, que, como en las demás mujeres a las que se atribuye esta condición, cae brutalmente sobre ella misma.