Hay algo de conmovedor en el debate, intenso y fugaz, como son ahora todos los debates, sobre la tilde en la palabra solo. Gracias a él hemos aprendido que en la realacademia, como en el gobierno social-comunista de don Sánchez, hay dos bandos –escritores y lexicógrafos– con visiones irreconciliables sobre cuestiones de detalle, en este caso, el minúsculo trazo que señala a algunas vocales en un texto. Los escritores están a  favor de la tilde; los lexicógrafos, en contra. Los escritores se adornan con el lenguaje; los lexicógrafos lo aprestan para que sea lógico y funcional. Es la eterna pugna entre las letras y las ciencias, entre un soneto de Góngora y la navaja de Ockham.

La guerra de la tilde no ha sido corta porque la gran reforma ortográfica que desposeyó a la palabra solo de su adornito data de 2010 y algo ha debido de ocurrir en la correlación de fuerzas entre partidarios y detractores de la norma para que la realacademia haya firmado un armisticio consigo misma aceptando que se pueda utilizar la tilde en caso de ambigüedad de sentido entre el carácter adjetivo o adverbial de la palabra en un determinado texto. Es una solución cobarde y claudicante que no satisface a ninguno de los bandos porque si una oración gramatical es ambigua se debe a que está mal redactada.

Los escritores saben que lo más difícil de su oficio es lo más básico, poner una palabra detrás de otra. En su rutina, la tilde como signo distintivo les eximía de pensar en el orden que debía ocupar la palabra solo según tuviera que reflejar la soledad del sujeto o la de su circunstancia. Fulano está solo en el mundo o solo Fulano está en el mundo son dos visiones de Fulano, del mundo y de la soledad, no necesariamente intercambiables.

El escritor está solo ante la página en blanco describe una situación ontológica, a menudo angustiosa y siempre desapacible del que ha elegido el oficio de juntar palabras, pero solo el escritor está ante la página en blanco otorga al sujeto una cierta aureola, lo distingue del plumífero y del gacetillero y legitima sus manías particulares en el ejercicio de su tarea, del tipo de escribir en pantuflas o con una rosa roja recién cortada sobre la mesa de trabajo o frente a la terraza donde toma el sol una vecina. Son adornos, laureles, que ennoblecen el acto de escribir, y bien pueden resumirse con una enérgica tilde sobre la palabra solo.

Los lexicógrafos, que escriben poco y leen con reglas inventadas por los formalistas rusos y  los estructuralistas franceses, pueden creer que la tilde es desdeñable, pero ¿podemos imaginar a don Arturo Pérez-Reverte sin tilde? A él, fogueado en mil guerras reales e imaginarias, que ha sido capitán de los tercios de Flandes, reina del narcotráfico mexicano, submarinista de combate enamorado en la pasada guerra mundial, por citar solo una pequeña muestra de sus avatares ¿le va a quitar la tilde un filólogo? Amos, anda. Sujétame el cubata que a este le voy a poner la tilde donde yo me sé. Y detrás de don Arturo, una legión de émulos literarios dispuestos a rebelarse en nombre de la creación contra la tiranía normativa de la realacademia, como los que se manifestaron contra la vacuna durante la pandemia para defender la libertad.

Y mientras esta guerra acontece en un plano analógico, en el subsuelo digital se recrea un lenguaje sin tildes ni normas gramaticales de ninguna clase, gobernado por algoritmos  que adivinan qué quieres decir y lo estampan en la pantalla apenas has pulsado las primeras letras, te corrigen la ortografía, evalúan la calidad de tu titular y, en último extremo, te dan noticia de la inanidad de lo que escribes, con tilde o sin tilde.