La grisácea momia del papa Benedicto va a ser enterrada en tres ataúdes, como una matrioska rusa. La razón de este ritual es un arcano, quizá dirigido a asegurar que el difunto lo está de verdad y no es un interminable emérito. El destino de los jubilados es la muerte pero en el caso de un papa resulta antinatural porque su destino proverbial es la eternidad, ya esté vivo o muerto. En fin, que la muerte de un papa es un misterio más impenetrable, si cabe, que la de un vecino cualquiera. Por su secretario e hijo espiritual, monseñor Gänswein, que sostuvo la mano al moribundo en el momento en que saltó al vacío, sabemos que sus últimas palabras fueron Jesús, te amo, un testamento verbal más obvio y previsible que Rosebud porque hubiera sido de todo punto inapropiado que el último pensamiento del pontífice se dirigiera al trineo de su infancia en los Alpes bávaros.

Es algo curioso. La huella que dejan los papas en la historia es la de la imagen que proyectan de sí mismos, como un actor que interpreta un único y sostenido papel, y no la cantidad de bien que ha producido o de mal que ha evitado su presencia en el mundo porque ambas son magnitudes estables, inmodificables y perennes en la historia humana. Por supuesto, unos y otros dejan detrás algunas encíclicas ilegibles y algunas anécdotas, siempre escasas e irrelevantes para la importancia que se le asigna al personaje. Los papas son recordados por un rasgo de su figura pública y el tiempo en que les tocó vivir.

Para mencionar solo a los contemporáneos de este escribidor, Pío XII fue el papa estirado y solemne de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto; Juan XXIII, el rechoncho y bonachón aperturista del Concilio Vaticano II; Pablo VI fue el diplomático componedor de un tiempo de mudanzas; Juan Pablo I, el breve, dejó como único legado el misterio de su acelerada defunción; Juan Pablo II, el sempiterno, fue el atleta mediático que llenó estadios para impulsar la revolución conservadora del fin de siglo, y el ya mencionado Benedicto, un intelectual etéreo que no pudo lidiar con la grasa de la pederastia clerical. El reinante Francisco aún está dando pasitos por este mundo y habremos de esperar para conocer la huella que deja.

La dimisión de Benedicto fue un  acto muy raro en un tiempo donde si no eres raro no eres nadie pero parecía responder a la evidencia de que el brazo divino que le llevó a la silla de pedro carecía de fuerza para sostenerle en ella. La flojera divina es una experiencia muy corriente entre los seres humanos corrientes, que la advierten a cada paso, pero, caray, quién podía prever que se manifestaría en el elegido por el espíritusanto. En todo caso, Benedicto demostró más honradez y cuajo que los contumaces jueces y magistrados del poder judicial español, llevados a la poltrona por lo más parecido al espíritusanto que tenemos aquí, más caducados que un kiwi del verano pasado, y que no dimiten ni pa’diós. Si alguno se encuentra en el trance fatal de Benedicto, los ángeles del cielo no lo quieran, podemos adelantar que su última palabra será, Feijóo, te amo.