La explosión messiánica provocada por la victoria de Argentina en el mundial de fútbol, investido el pibe genial con el manto real de la autocracia catarí, ha dejado en la sombra otra imagen menos obvia y por eso mismo más significativa. El presidente de la república francesa, monsieur Macron, fue el único jefe de estado que se ha hecho ver en el campeonato si exceptuamos la anecdótica visita que nuestro bienamado rey don Felipe hizo al vestuario de la roja antes de que fuera despedida de la competición, circunstancia que muy bien pudo maliciarse el monarca para optar por una visita temprana y en ese momento exitosa después de la goleada a Costa Rica. Monsieur Macron, no. Estuvo en la tribuna en la semifinal y en la final apoyando a les bleus, como un hincha más que se despoja de la americana para dar alivio a los sudores del trance y se acongoja y entusiasma como un francés cualquiera. La única igualdad que pregona el trilema de la república se da en las gradas del estadio.

Ni siquiera el aciago resultado final le hizo olvidar su papel de hincha mayor de la nación ni sus obligaciones como padre de la patria. Con la grandeur por los suelos, monseiur Macron bajó al césped tras el partido para dar consuelo a los noqueados jugadores franceses, que apuraban el amargo sabor de la derrota.  Mbappé, el héroe de los cuatro goles, el malquerido por Florentino y Pedrerol,  permanecía sentado en el pasto con el rostro impenetrable y el alma rota. El presidente de la república se acuclilló junto a él, le pasó el paternal brazo por el hombro y le susurró unas palabras al oído, pero el gladiador vencido permaneció inmóvil como un tótem, ni respondió ni miró siquiera al presidente de su país, tan grande e invasiva era su pena, y ante la falta de respuesta emocional, el presidente de la república se levantó, le dispensó unas palmaditas de despedida en el hombro y se fue con la murga a otra parte.

La real capa flotante de Messi y el desdén de Mbappé hacia el presidente de su país constituyen sendos apuntes del estado del mundo. Messi y Mbappé son empleados del estado catarí en el equipo francés en el que juegan, héroes de este tiempo, niños malcriados, ensimismados y codiciosos, intratables en la victoria y en la derrota, habitantes de una galaxia privilegiada cuyos dones sus desmelenados seguidores no pueden ni intuir. Las hinchadas jalean a su selección, los colores de su patria, cuando los estados que representan ya no existen o bracean para no ser sometidos por fuerzas más poderosas que ellos. El presidente de Argentina, un país en crisis crónica, no estuvo en la final para no traer mala suerte a su selección y el presidente francés obtuvo el desprecio de su futbolista estrella. El ganador de este mundial es Catar, un estado sin fútbol, al que han servido de teloneros argentinos y franceses y toda la cohorte futbolística del planeta. Populismo en estado puro: negocios en la tribuna y emociones en las gradas y en la calle.

En el avión que le llevó de vuelta a París, monsieur Macron debió cavilar sobre lo que había pasado en aquellas horas, no al fútbol francés, ni siquiera a Francia, sino a él mismo. Quizás le viniera a mientes el general de Gaulle consolando a, digamos, Raymond Kopa o Just Fontain, con su solemne quepis y su abultada napia a pocos milímetros de la camiseta sudada del futbolista, y la imposible imagen le ha sumido en un mar de melancolía. Francia apostó por Catar para sede del mundial y es posible que las cláusulas secretas de este acuerdo –quién sabe, venta de armas, apoyo diplomático- sigan vigentes, pero este esfuerzo titánico por el bienestar de los franceses y sus negocios no ha sido correspondido por el futbolista de oro, el tipo que ahora representa el estado de ánimo del país mejor que su presidente. Ay.

Entretanto, Irán, otro país participante, sigue ahorcando a disidentes, futbolistas incluidos. Qué tristeza.