Las imágenes nos muestran a los cataríes (ellas no aparecen en la foto) como camelleros de primera comunión o niños pijos que no han dado nunca un palo al agua. Impoluta la blanca indumentaria uniformadora: el thaub empieza abotonado en el cuello como la camisa de un ejecutivo de banca o de un escolar de colegio privado y cae hasta los pies cortado con tiralíneas para hacer del cuerpo una mayestática estatua coronada por la ondulante kufyya también blanca sujeta al perímetro craneal con un cordón negro. Los cataríes endomingados han atraído a su jaima a todas las tribus del resto del mundo: ellos y ellas mezclados en desaforada y promiscua confusión, pintarrajeados, vociferantes, presos de súbitas y cambiantes emociones, devotos de un juego bárbaro en el que no participa ni el caballo ni el halcón y quizá prohibido en algún versículo del Corán. Vale la pena preguntarse qué efecto tendrá en las costumbres locales la irrupción de esta marabunta de infieles enfebrecidos.
En busca de respuesta por analogía, la neurona se dispara hasta el bikini de Benidorm. Cuenta la leyenda que el alcalde de la ciudad alicantina, que pronto sería el paradigma del turismo de masas, se desplazó montado en su vespa hasta el palacio del dictador para implorarle la despenalización de ciertas costumbres foráneas que se suponía que los visitantes traerían consigo, entre otras y no la de menor importancia, el uso del traje de baño femenino de dos piezas para la estancia en la playa. El dictador consultó a su esposa y entrambos dieron la venia al alcalde abriendo así la fuente de prosperidad del país para las décadas siguientes, y hasta hoy.
¿Qué diferencia al alcalde de Benidorm del emir de Catar? Pues que el primero necesitaba el disruptivo bikini para salir de la miseria, no solo la de su ciudad sino la del país entero, y el segundo no necesita a las hinchadas del fútbol para ser más rico de lo que ya es él mismo y sus almidonados conciudadanos. El bikini entró a formar parte del patrimonio indumentario de España pero no es imaginable ver a los cataríes tocados con pelucas y gorros absurdos, la cara tiznada de colorines y soplando la vuvuzela. España necesita turistas en bikini pero Catar no necesita hinchas, ni siquiera fútbol.
El campeonato mundial del balompié, que se celebra estos días en un país sin tradición ninguna para este deporte, marca un punto de inflexión, como dicen los periodistas finos, hacia el fútbol global, que no solo consiste en su extensión geográfica y su colonización de países donde era ajeno, sino en seguir la misma mutación que el resto de la economía, a saber, el desplazamiento de las rentas de la actividad hacia organizaciones supranacionales que no cargan con los gastos de producción. Es en los clubes de fútbol locales donde se genera el producto, con los consiguientes costes fijos y variables: fichajes y salarios, mantenimiento de instalaciones, cultivo de la afición, etcétera, mientras que, al mismo tiempo, estos clubes ven menguar los ingresos más sustantivos del espectáculo –derechos de televisión y productos de mercadotecnia- a favor de instituciones abstractas, que no compiten pero se benefician de manera creciente del resultado. La fifa opera como un fondo de inversión y los cataríes no quieren ganar ningún campeonato sobre el césped, eso es para los que sudan la camiseta y soplan la vuvuzela, sino estar en el consejo de administración y si es posible al mando de la corporación que gestiona el tinglado. A su turno, los futbolistas de élite, bien pagados y movilizados solo por el dinero que cobran, cambian, no solo de un club a otro, sino de una selección a otra sin que importe de qué país son nativos. La globalización futbolística necesitaba una representación y una liturgia universalmente reconocibles y la ha encontrado en Catar. En este escenario, ¿qué importa que España haya perdido frente a Marruecos? ¿Y qué importa el tiqui-taca?