En la hilarante telecomedia Bing Bang Theory, que cuenta las cuitas de una pandilla de jóvenes científicos en una universidad californiana, la comicidad brota del contraste entre su presunto altísimo nivel intelectual y la evidente inmadurez de sus reacciones emocionales. Estos jóvenes son forofos de los tebeos y gadgets de fantaciencia (me parece que se dice así) y entre sus aficiones más conspicuas está disfrazarse de personajes de aventuras galácticas en las reuniones sociales con los congéneres de su tribu, lo que no obsta para que tengan empleos estimulantes y muy bien retribuidos en el escalón más alto de la cadena trófica de nuestro ecosistema. Por alguna razón inversa pero sin duda relacionada, en mi pueblo (quiero decir, en todos los pueblos que conozco a muchas leguas a la redonda) nos disfrazamos de populacho medieval en cuanto suena el clarín de la fiesta: artesanos, malabaristas, tejedoras, cetreros, algún bufón, banderolas y pendones en las fachadas y, si el evento lo vale, no faltará un rey y una reina, un obispo, un pregonero y heraldos con sus bocinas. En los tenderetes, almendras garrapiñadas, quesos y chorizos, abalorios, todo artesanal, es decir, de calidad mediocre y elaboración esforzada. Por qué, entre las innumerables alternativas de un viaje en el tiempo, elegimos por diversión el regreso a una época en la que vida era corta, desagradable y brutal (Hobbes dixit) -y aromatizada por el fiemo (añado yo)- es un misterio de nuestra naturaleza. La tradición, es la respuesta que acude de inmediato a la punta de la lengua. La tradición es un concepto muy versátil y tanto puede significar que es tan reciente que podemos recordar cuando no existía, o tan antigua que la llevamos a cuestas como una joroba, pero en general puede traducirse por impotencia. La tradición lleva a los vecinos de Tordesillas, que no pertenecen a una especie inferior a la de los científicos californianos, a convertirse en una horda durante un día al año. El festejo es pura barbarie ejecutada con una mezcla de arrogancia y vergüenza. Diríase que Tordesillas lo necesita para existir como comunidad vecinal, para estar en el mapa, y al mismo tiempo necesitan mantenerlo en secreto, incontaminado de las miradas exteriores. Estos rasgos le dan el carácter de un crimen ritual. Pudo verse en el rostro excitado y aturdido del ejecutor de este año, al que por algún arcano de la norma que rige la matanza le negaron del reconocimiento de su gesta, es decir, lo proclamaron un chapucero, un matarife sin estilo. El tonto del pueblo.
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