Las protestas que ha desencadenado el asesinato de George Floyd en Minneapolis guardan similitudes con las que provocó la sentencia en primera instancia de los miembros de la manada por la violación de una chica en las fiestas de esta remota ciudad subpireanica. Despejadas las circunstancias y el contexto local, que son muy distintos en cada caso, la analogía reside en la percepción universal de una injusticia flagrante, que golpea a un colectivo humano muy numeroso y que a la postre concierne a toda la sociedad. Simplemente, se abdica de la decencia cuando no se es capaz de entender lo que significa que un hombre, ya arrestado e inmovilizado, sea sometido a la tortura de otro hombre que le aplasta el cuello durante una eternidad de nueve minutos o que una muchacha inerme sea sometida a toda clase de sevicias en el rincón de un inmueble por un grupo de violadores de fuerza aterradora para ella. El gemido apenas audible de George Floyd bajo la rodilla del policía, no puedo respirar, es de naturaleza idéntica a la pasividad muda de la muchacha ante la fuerza de sus agresores, interpretada por un juez como aquiescencia y complicidad en su tortura.

Pero hay algunas preguntas de mayor alcance cuya respuesta queda para historiadores y sociólogos: ¿por qué un acontecimiento sin duda no muy distinto a los muchos que se producen a diario provoca tal oleada de indignación?, ¿cuáles son las condiciones históricas que convierten un hecho que bien podría haber quedado en el ámbito de lo privado en un emblema movilizador de la conciencia social?, ¿en qué radica la disponibilidad de la sociedad para la protesta y el cambio? El feminismo y el antirracismo constituyen las dos enmiendas más hondas y significativas que la sociedad hace a la herencia de la Revolución Francesa, pronto devenida revolución burguesa. Los derechos del hombre y del ciudadano, que están en el código genético de nuestra cultura política, quedaron casi de inmediato circunscritos a los derechos de los varones blancos y propietarios, y sin embargo el sistema se ha mantenido y ha funcionado durante dos siglos y pico. Ni siquiera la subsiguiente revolución socialista del pasado siglo, centrada en la transformación material de la sociedad, modificó esta estructura política, que también es económica y cultural. Ahora, el seísmo de la protesta alcanza al pasado. Los manifestantes abaten estatuas públicas de próceres de nuestra civilización que en realidad fueron conspicuos esclavistas, y en Bruselas, la  capital de Europa, peligra la efigie del rey Leopoldo, el fundador de la actual dinastía reinante en el país -el rey constructor, le nombran las guías turísticas de la ciudad-, en realidad un abyecto y despiadado genocida que creó en la actual República del Congo un caos criminal cuyas consecuencias aún padecen sus habitantes (*).

Y aún queda un motivo de perplejidad añadido. Las protestas feministas y antirracistas se producen en el contexto de las dos crisis sistémicas que han arrasado los regímenes liberales en este inicio de siglo: la crisis financiera de 2008 y la crisis sanitaria de 2019-20. Ninguna de estas dos situaciones brutalmente anómalas ha provocado manifestaciones directamente inspiradas en ellas (si exceptuamos las breves fantasmadas neofascistas de algunos vecinos de los barrios ricos de Madrid). ¿Por qué? Responder con tino a esta pregunta nos daría las claves del malestar generalizado, cierto e intangible, que padecen nuestras sociedades, algunos de cuyos síntomas son, la mercantilización de la vida pública, la desafección social hacia los representantes de la clase política y el despertar del autoritarismo en el corazón de las democracias asaeteadas por los moscardones de tuiter.

(*) El lector curioso de este tema debería dirigirse, si no lo ha hecho ya, a la deslumbrante indagación El fantasma del rey Leopoldo de Adam Hochschild, vertido al castellano por José Luis Gil-Aristu.