Los colegios profesionales son un vestigio del antiguo régimen. Agrupan profesiones antaño llamadas liberales, vale decir, que se justifican por sí mismas y por el beneficio que proporcionan a la sociedad ante la que responden directamente. Estos profesionales son dueños de sus saberes y de las herramientas del oficio, sin patrón ni amo, y por ese motivo sus colegios tienen una función reguladora que los sitúan como un poder libre entre el estado y el mercado. Suplantan al primero y controlan al segundo. En su ámbito de competencia profesional, son la primera instancia de cualquier infracción de las reglas de juego y de cualquiera modificación que quiera intentarse en las ya existentes. Hace unos años, en esta remota provincia subpirenaica, el colegio de farmacéuticos se empeñó en un duro enfrentamiento con el gobierno regional, que quería ampliar las licencias de apertura de nuevas boticas. El colegio se situó en contra de los intereses de los farmacéuticos no instalados y evidenció que, bajo la pompa institucional, era un predio en manos de una acomodada oligarquía. Perdió la batalla y quedó en evidencia.

Hace unos días se ha producido otro episodio de abdicación colegial más curioso, si cabe. El colegio de arquitectos de Madrid ha renunciado a investigar lo que parece una manifiesta infracción de las normas profesionales perpetrada por una ahora diputada del grupo neofascista del congreso, que firmó proyectos arquitectónicos, con el lucro consiguiente, sin tener  titulación para ello. Lo curioso es el argumento colegial para declinar la investigación: los hechos han prescrito. ¿Cómo es posible?, ¿acaso los edificios afectados por la irregularidad ya no existen? Una de las razones del privilegio de las llamadas profesiones liberales y de sus órganos colegiados es que protegen bienes perennes y obligaciones imprescriptibles: la salud, la ley, la vivienda, los caminos y canales… y si bien es cierto que ahora hay una jungla de colegios de nuevas profesiones con fines estrictamente gremiales, los colegios originales, médicos, abogados, arquitectos e ingenieros de obra pública tienen un aura de servicio a la sociedad cuya conservación debería ser gala de las corporaciones que los representan. Pero, qué carajo, estamos en el siglo de Trump.

Doña Monasterio, la aguerrida firmante de planos fules, representa a una fuerza política que llega con el declarado propósito de ocupar el poder de acuerdo con sus propias reglas.  A este fin, mantienen un discurso arrogante e intrusivo, y ajeno a la verdad, al que definimos con el ridículo anglicismo de fake. Pues bien, doña Monasterio firma planos fake y el sacrosanto colegio de arquitectos argumenta que no es de su competencia. Esta abdicación de funciones es paralela a la renuncia que la derecha clásica –el pepé, para entendernos- practica con su programa político para ganarse el favor de los recién llegados y recuerda penosamente el momento en que los squadristi de la camisa negra, parda o azul de hace un siglo irrumpían a porrazo limpio en las cámaras profesionales, cátedras universitarias y clubes de recreo de la conservadora clase dominante para ponerla a su servicio.  

P.S. Por lo leído, al colegio de arquitectos de Madrid no le ha salido gratis el lance.