Veinte mil franceses y francesas han peregrinado a la ciudad de Chartres para asistir a una misa en latín en su imponente catedral. En los ochenta este contingente de devotos no pasaba de medio centenar de tradicionalistas pero la cifra ha ido aumentando hasta inquietar, si vale la palabra, al Vaticano.
La noticia ha sido acogida con gran alborozo entre los vejetes del café de media mañana porque forman parte de la porción infinitesimal de la especie humana capaz de seguir una misa de rito tridentino y entender lo que se dice en ella. Introibo al altare Dei / Ad Deum qui laetificat juventutem meam. La remota memoria de los vejetes, en gran parte fosilizada, despierta y levanta el vuelo. Que alegra mi juventud. Así debe ser la resurrección de la carne y la vida perdurable. Yupiii. La juventud dorada en latín. La repera. Los vejetes no solo son capaces de dialogar en latín con el presbítero oficiante sino que también saben cuándo sacudir la campanilla para sacar de la modorra a los fieles, cuándo levantar el pico de la casulla borromea del cura para subrayar la solemnidad del momento y cuándo pasar el cestillo para recibir los bizum y las criptos.
La misa en latín fue cancelada, como se dice ahora, en los años sesenta a beneficio de las lenguas romances. Aquella medida aparentemente formal tuvo un efecto de cataclismo: la multitud de curas, seminaristas, sacristanes, monaguillos y monjas de la época entendió que se abrían las puertas de la cárcel y escaparon a ver y disfrutar del mundo. Quien no lo haya vivido no puede imaginar el sentimiento de liberación que experimentó aquella generación de los hoy vejestorios. Aquello fue el principio del fin del nacional-catolicismo, que es la forma que adoptó el fascismo español bajo la férula de Franco. La desaparición del latín en la misa y la aparición del bikini en las playas fueron simultáneos. La sociedad se emancipó de la liturgia y hoy la misa es ininteligible aunque se recite en romance.
Los peregrinos de Chartres no entienden ni una palabra de la recitación del cura, que además oficia de espaldas al pueblo expectante para reforzar el carácter mistérico de las divinas palabras. El buen dios se muestra celoso de sus prerrogativas y sus funcionarios levantan un muro lingüístico ante los fieles, que deberán encontrar la luz de la fe entre los resquicios de la sillería gótica. En la última frontera de la postmodernidad, la gente necesita buscar la verdad en un pozo negro. Vuelve el latín a las misas y los fascistas a los gobiernos. Debe ser el eterno retorno del que habló Nietzsche.