La pediatra palestina doctora Alaa al Najjar se despidió de sus diez hijos antes de ir a trabajar al Hospital Nasser en Gaza. Unas horas más tarde, un ataque israelí contra su casa le arrebató a nueve; solo un hijo y su marido sobrevivieron al ataque y están heridos. Al mismo tiempo, los sionistas celebraban en Jerusalén una manifestación supremacista y amenazadora –una suerte de Kristallnacht– en la que amenazaban de muerte a los árabes mientras aporreaban las puertas de sus comercios y viviendas, cerradas por el miedo.
Ningún estado puede respetarse a sí mismo y ser respetado por el concierto de los demás estados si no tiene a un asesino, preferiblemente genocida en algún grado, en su historia. A Netanyahu le corresponde ese honor en la historia de Israel. Un líder histórico no puede ser tal si no arrastra tras de sí y de sus crímenes a la población y Netanyahu también lo ha conseguido. Inocular una locura nacionalista que conserve la carga vírica a lo largo del tiempo no es tarea menor y desde luego no es tarea incruenta.
En Europa lo sabemos bien, lo que explica nuestra pasividad ante los crímenes del gobierno israelí. Los nacionalismos regurgitan de nuevo en suelo europeo y los síntomas se advierten casi cada día y en los menores detalles. Los nacionalismos necesitan enemigos, no importa que sean reales o inventados, exteriores o interiores. Con los primeros se pacta, si son lo bastante fuertes; a los segundos se les liquida. Pero, como la nación es una convención legendaria, basada por tanto en las palabras, se dan curiosas mutaciones de significado y así ocurre que los herederos de los perpetradores del Holocausto se permitan llamar antisemitas a los que se espantan y protestan (por ahora, la cosa no va más allá) por el genocidio de los palestinos, que, por cierto, también son semitas en sentido bíblico, el único sentido posible de la palabra. En España, los postulantes de la santidad de la reina Isabel llamada la católica están en el bando de Netanyahu y no hace falta irse tan lejos en el tiempo porque en Alemania, el país de Hitler, también está en ese mismo bando ahora mismo. ¿Qué tienen en común Isabel y Hitler? Ambos crearon estados unificados (y fuertes y expansivos, dirían sus fans) sobre la sangre de la minoría judía.
El estado de Israel es el resultado de tres fuerzas motrices consecutivas. La primera de estas fuerzas, la más remota, es una ideología del tiempo en que surgieron las ideologías nacionalistas en Europa, a finales del siglo XIX: el sionismo. Si cualquier colectividad europea con algún rasgo distintivo, como la lengua o el folclore, se consideraba con derecho a proclamarse nación y aspirar a un estado, con más razón los judíos, que, aunque dispersos, compartían religión, costumbres y sobre todo el odio atávico de los cristianos. Habida cuenta que el suelo de este estado no podía estar en Europa, el sionismo se dirigió a Palestina donde el libro sagrado les decía que estaba su hogar ancestral. En una circunstancia en que reinara la racionalidad este mito hubiera quedado en lo que es pero, ay, llegaron tiempos sombríos y con ellos la solución final al problema judío en Europa. Auschwitz fue la fuerza definitiva y necesaria para la creación del estado de Israel.
La tercera fuerza que ha permitido la tortuosa permanencia del estado sionista es más difusa pero no menos evidente. Al principio, la creación de Israel fue una epopeya, no solo para los judíos que la llevaron a cabo sino para los espectadores europeos en los que ni Auschwitz había conseguido erradicar su antisemitismo congénito. Israel fue la inmersión en las tibias aguas del río Jordán de unos y de otros. Para los judíos, el regreso a casa; para los cristianos europeos, una cínica operación moral que arrojaba sobre los hombros de los indígenas palestinos la barbarie asesina que habían ejercido contra sus compatriotas judíos. Los europeos se quedaban con la culpa; los palestinos con la penitencia.
Llegados al hogar ancestral, los sionistas descubrieron que no era una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra, como decía el eslogan, sino que estaba okupado desde miles de años atrás por los palestinos, así que se pusieron a la tarea de desalojar la finca y en esta operación se convirtieron en lo que realmente eran, colonos europeos en casa ajena comportándose en consecuencia: destrucción de aldeas nativas, confiscación de tierras y mano dura con los indígenas en nombre de la civilización. A este fin, los sionistas tuvieron el apoyo de los países occidentales que los habían perseguido a muerte en el pasado y de los que habían sido expulsados porque Israel se había convertido en la cabeza de playa occidental (con derecho a ganar en Eurovisión) en el oscuro mar del mundo árabe y del África septentrional. Su misión geoestratégica es actualmente la de pactar con los jerifaltes de los reinos árabes acuerdos con el nombre del padre mítico de todos ellos (Abraham) que mantengan el estatu quo de la región a favor de los intereses occidentales. En el curso de estos acontecimientos, Israel se ha convertido necesariamente en la caricatura de su aspiración. Si buscaban un hogar pacífico, abierto y democrático, han construido un estado étnico, militarista y, en último extremo, aislado.
La creación de un estado palestino es el bálsamo ante tantos quebrantos defendido por algunos, pocos, líderes occidentales, entre ellos don Sánchez. Es un asunto del que no puede decirse que esté ni siquiera en germen, así que habrá tiempo para comentarlo. Entretanto, habremos de aceptar que más niños como los hijos de la doctora Alaa al Najjar habrán de ser sacrificados en el altar de la patria. Palabra de Netanyahu.